Mi padre fue un hombre poco dado a la decoración y al ornamento. Jamás entendió el sentido de la palabra “estético”. No le preocupó la apariencia: ni la suya como persona ni la de todo aquello que le rodeaba. La belleza, según él, estaba sobrevalorada. Tal vez, pienso ahora, fue aquella negación permanente del criterio artístico combinada con su obsesión por vestirme de cualquier manera la que hizo de mí un esteta, signifique eso lo que signifique.