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… “El patinador la estaba mirando. Agatha se puso roja como una cereza grana. El joven se percató y siguió el juego: le gustaba esa joven delicada que se movía como los cisnes.
–Lo siento. No sabía que todavía quedaba alguien en el club –dijo la joven algo tartamuda.
–Tranquila. Te he visto en más de una ocasión... ¿Cómo te llamas?
–Agatha.
–Bonito nombre para una doncella. Tengo unas horas libres... ¿Quieres patinar conmigo?
–Bueno... –contestó ella, cohibida.
–No te muevas –señaló el patinador con el dedo. Y agregó—: Voy a por los patines.
La muchacha no salía de su asombro.
El patinador la tomó por la cintura y la guio por la pista. Deslizó sus dúctiles manos por su brazo, después la subió al cielo mientras le sujetaba el talle. Al bajar sus labios galgos se rozaron en el aire. Una caricia sutil que tanteó sus corazones. Sus bocas se unieron y sus cuerpos vibraron, cortaron el aire que los movía a ritmo de un vals dulce.
Marcharon juntos a ducharse. Él enjabonó con mimo los hombros de la dama. La espuma resbaló por el cuerpo de esa Afrodita de mármol. Las manos masculinas esparcieron el jabón por su hechura como la nieve que cae del cielo; bolas de algodón etéreo que la mecieron. Unas convulsiones abdominales agitaron el cuerpo hermoso de la virgen.
El artista la sentó en un banco, la abrazó y secó sus pies con una dulzura infinita.
Más tarde, tomó sus dedos y los besó; los lamió despacio, uno a uno, como si fueran gajos de uva dulce que entraban y salían de su boca escarlata, jugosa.” …