Los enanos de la muerte, de Jonathan Coe



La barriada donde vivía se llamaba Urbanización Herbert. Se había construido en los años treinta y había oído decir que aún residían allí algunos de los primeros inquilinos, o sea, que llevaban allí más de cincuenta años. Yo sólo llevaba quince meses y no tenía otra cosa en la cabeza que largarme cuanto antes. No era que no me gustaran mis vecinos, sino más bien que no tenía mucho en común con ellos. El uniforme masculino habitual incluía pecho y brazos tatuados y, a ser posible, una pareja de alsacianos o rottweilers al otro extremo de la correa. Las mujeres se limitaban a transportar niños todo el santo día, ya fuera empujando los carritos donde los metían o tirando de los arneses con que los sujetaban. A veces entraban en una tienda con una horda de críos pegados a las faldas gritando, berreando y armando un barullo increíble. Para controlarlos, las madres no tenían otro recurso que comprarles caramelos, chocolatinas, patatas fritas o latas de coca-cola y limonada, motivo por el que todos tenían la piel tan pálida, los labios tan rojos y unos dientes que ya empezaban a ennegrecer. Las mujeres de la urbanización siempre parecían embarazadas. En el piso de abajo había por lo menos seis niños y uno más en camino (un accidente, por lo que deduje una noche a partir de una conversación especialmente estridente bajo el suelo de mi habitación). La mayoría de los hombres estaban en el paro y no encontraban gran cosa que hacer en todo el día salvo andar dando tumbos, ir al pub o apostar al fútbol y a los caballos. Resultaba difícil entender cómo todas aquellas familias lograban llegar a fin de mes.

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Trabajar en una tienda de discos en pleno corazón de la City era muy ingrato. El día entero era un desfile de niños soplapollas que venían a comprar sus álbumes de Michael Jackson y Whitney Houston. Ni uno solo de aquellos mamones había tenido nunca el menor asomo de vida interior propia. Compraban todos los mismos discos y vestían la misma ropa: camisa a sayas, corbatas de fantasía y elegantes trajes oscuros. Es mejor no decir más sobre este trabajo, excepto que curré allí cerca de nueve meses, con miras a algo mejor.

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Algunas personas no se dan cuenta de que un "No" directo puede ser la respuesta más amable del mundo.


[Zoela Ediciones. Traducción de Raquel Luzárraga y Ramón J. García]

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