Era una habitación de hotel estándar, con amplia gama de colores tierra y con la idea errónea de que lo funcional siempre es estético. Podía estar en Quebec o en Varsovia, daba igual. Comí un sándwich vegetal frente al televisor, sentado en la cama, apoyado en un cabecero de madera plastificada oscura y un par de almohadas. Masticaba mientras observaba cómo una mujer con un vestido corto y ceñido gesticulaba delante de un mapa del país sobre el que repartía todo tipo simbología climática. Especial atención presté a los nubarrones negros que colocaba exactamente sobre donde yo me encontraba, acompañados además de nieve y viento. Posiblemente el último temporal del invierno, dijo la presentadora con cara de resignación, a lo que yo respondí con un repaso a sus piernas, fijándome sobre todo en la esbeltez de sus gemelos, especialmente marcados debido a los estilizados tacones de unos zapatos que hubieran conjuntado perfectamente con la moqueta de la habitación. Los imaginé tirados al pie de la cama, abandonados. Seguí una rato mirándola en la pantalla: los pies juntos, las rodillas hermanadas, el culo perfecto. Era el momento en que...