Me gusta vivir en Belgravia. Es un barrio tranquilo, un espacio de calma inmerso en la vorágine de Londres, un lugar donde lo más emocionante que te puede pasar es que te cruces por el parque con un honorable diplomático de cualquiera de las embajadas que pueblan la zona, mientras habla por el móvil escoltado por su equipo de seguridad. Eaton Square, en pleno corazón de Belgravia, tiene la dudosa fama de ser una de las calles más aburridas de la city, y caras también, lo que hizo que, después de mi divorcio, la eligiera como lugar de residencia habitual hace ya diez años para que Alice, mi ex mujer, supiera que me podía permitir vivir donde quisiera.
Aquel día llegué cansado del viaje. Tenía tensión acumulada en el cuello y me dolía la espalda. Apoyé la nuca en el cabezal del asiento del taxi y pronto sentí el peso de los párpados. No era sueño; sino ganas de no ver nada. Tuve lo que yo llamo “apetencia de lejanía”, esa sensación de alejamiento del mundo. Duró poco, siempre dura poco. De no ser así, tengo miedo de jamás poder regresar...