DIARIOS DE SEATTLE por LAURA FJÄDER





I

Que te encantan los rizos negros, espesos. Te encanta apartarlos para descubrir la raja ("Perdona, tía, igual no te mola que hable así...") suave y carnosa, surgiendo de entre todo eso. Lo repetiste otra vez, mientras caminábamos apresurados por el paseo, yo intentando evitar la lluvia, tú sacudiendo el agua del pelo de vez en cuando.

Mirabas de reojo a esa amiga tuya que había venido a pasar el finde ("Joder, tía, no des tantas voces que no estás en Madrid, que esto es Gijón y no hay tanto ruido") y después te reías en dos monosílabos ("Dame un cigarro, anda, guapa, luego compro yo que por aquí no hay ningún estanco")

Ella seguía con lo suyo, que si los tíos esto y lo otro. Te interrumpía constantemente con voz ronca, los ojos grandes de boxeadora tierna y rimmel corrido. La Courtney Love de la meseta que amaba el mar.
Me pidió un par de tiritas al llegar al bar porque las sandalias le hacían rozaduras. Tú no te enteraste porque nada más entrar fuiste derecho al baño. ("Oye, M., mira, que me voy a comer algo... entre que esto empieza y no, me da tiempo de sobra")

Eve se fue contigo pero yo necesitaba reubicarme. Así que me quedé en la terraza tomando un vino hasta que el bar se llenó de gente demasiado impaciente y tuve que llamarte ("Tío, que esto, ya.")

Apareciste con más libros bajo el brazo y te sentaste en la butaca de mimbre que estaba a mi lado ("Qué vas a leer, M.?" "Pues creí que lo tenía claro, pero ahora mismo, ni puta idea") Otra vez el gesto, la manera de chaval guapete ochentero, apartando el pelo, sujetando un cigarro apagado en la otra mano ("La costumbre, tía...")

Sí, la costumbre de darlo todo por hecho nos pierde.

Eve estaba atrás, con el público, en una mesa. Cuando todo terminó ella también salió en las fotos, con su vestido de tulipán invertido, sincera, sonriendo. A nosotros dos nos hizo un par de ellas con su teléfono móvil ("Joder, no hay una en la que estemos bien, vaya cara gilipollas tengo en esa... ven, M., vamos a probar otra vez") Todas movidas. En una tienes cara de espanto porque intentaste mantener los ojos abiertos. Esa me la guardo. Tiene su encanto.

("Quedamos entonces para unas cañas, no? Al mediodía, M." " Vale, hecho... Eve, un abrazo, cuídate, y toma, llévate unas tiritas por si acaso.") 


II

Seguro que tienes razón. En lo de la gente rota. Creo que algunas personas son desoladoramente bellas en cada una de sus grietas. Hablamos de ello aquel jueves.

Casi habíamos acabado de comer en la terraza al sol y mirando el plato medio vacío se me vino a la cabeza el kintsukuroi japonés, los pedazos unidos por resinas preciosas que hacen del desastre una obra de arte.
Casi eran las cuatro cuando dejamos la mesa desahuciada en aquel bar para recoger a Eve. Otra vez.

Yo llevaba en las manos los dos libros que habías sacado de tu bolsa de prestidigitador ("Sabía que te iban a molar, M.") Sí. Me relamía de gusto, salivando de ganas. De ganas también de tragarme cada verso de la Loba. Al día siguiente encontré un cabello fino, disidente, olvidado entre las páginas.

La Teoría de las Cuerdas sirve para explicar casi todo, dicen. Y por eso, nuestra Eve entra necesariamente en la ecuación: porque pocos meses después del primer encuentro, los tres recorríamos la misma calle de entonces, parando en el mismo estanco: Ella hablando a voces, tú, con mirada funesta.

La noche acabó en desastre. No podía haber sido de otra manera.

Alicia Con Zapatos Rojos no había encontrado el camino de baldosas amarillas y lo único que sentía era el centro del tornado aspirándola fuera de un plano que no le pertenecía.

Al día siguiente volví a verla. La invité a unos tragos. Algo en ella siempre me ha inspirado ternura. Gente rota. Claro. ("Ponte ahí, reina, que te voy a sacar una foto donde la gramola") Me habló de gatos y migrañas mientras yo escuchaba call me the breeze. Se fue al rato. Prometió volver en abril.


Laura Fjäder




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