La tarde del siete de febrero de mil novecientos noventa y cuatro me metí en un tren nocturno, un expreso destartalado y penumbroso, con destino a Madrid. Toda la noche de viaje, como los ferrocarriles del siglo pasado, sentado la mayor parte del tiempo sobre la taza de un wc hediondo, fumando un canuto tras otro. Todo lo que llevaba conmigo era la ropa, o sea, la chupa, unas posturas de chocolate y algunas pirulas que pensaba vender en la entrada del Palacio de los Deportes para así conseguir, por lo pronto, los tres talegos que costaba el concierto de Nirvana. Yo era, por aquel entonces, un viejo de veintisiete años, sin nada que perder ni nada que ganar. No recuerdo muy bien cómo llegué y cómo pase el día en los madriles. A la hora del concierto iba ya completamente ciego, había vendido todo el costo, reservándome un pellizco y se me había pegado un tía majareta, una pija granujienta con la consabida camisa de a cuadros, con la que, cuando me quitaba el porro de la boca, morreaba a tontas y a locas, sin haber hablado apenas con ella, sin saber siquiera su nombre. Tampoco recuerdo gran cosa del concierto. El Kurt Cobain iba puesto, era evidente, como casi todo el público, gente metiéndose mierda, pasada de rosca, cientos de niñatos bien, disfrazados de vagabundos, con vaqueros rotos y greñas sucias. La grungre al final se hartó de mí y se fue con otro, un tipo borracho que quiso comprar mi chocolate y cuando le dije que se fuera a tomar por el culo me sacó torpemente una navaja. La sacó allí mismo, medio tambaleándose, con la peña dando saltos y empujándonos, así que pudo habérsela clavado a cualquiera. No sé cómo acerté en darle en los huevos, la cosa es que cayó al suelo como un pelele y yo ya me aburrí de todo aquello y me najé. Aun sonaba los acordes de Heart shaped box cuando salí de allí, dando tumbos. Descubrí entonces, al pisar un trozo de cristal, que había perdido un zapato, quizás cuando le di al panoli la patada. Tiré cojeando para Atocha. Sentí hambre, no había comido nada en todo el día, no me había acordado de papear. En el bolsillo tenía casi dos mil pelas y varias chinas. Suficiente para el billete de vuelta al sur, un bocata de medio metro y toda la cerveza que pudiera tragar. Creo que ya lo he dicho, yo era un viejo de veintisiete años, al que en realidad le importaba un carajo Nirvana y cuya única preocupación en la vida, en aquel momento, era que se le había acabado el papel de liar.
Domingo López, del libro inédito Todas las cosas que no hiciste antes de decir chau.