Fluorescentes de un blanco desasosegante apareciendo rítmicos en ese techo que se mueve nervioso como una interestatal en hora punta. Ahora brillan. Ahora no. Y así en ese largo e inacabable pasillo en que los mismos que empujan la camilla rumorean estupideces sobre campos de golf, hombres del espacio, exclusivos clubs de caballeros, coches descapotables… las gotas de sudor hervían y ahora son gélidas y el brazo izquierdo entumecido cosquillea y hormiguea y duele el pecho y la respiración no resuelve el tema de vivir y se han dormido varios dedos y aquellos latidos certeros y salvajes van desapareciendo o perezosos se van abandonando a la peligrosa rutina de ya latir menos, ya no latir prácticamente nada….
…varón. 59 años. Posible ataque al corazón… nombre William… William Clark Gable.
En los segundos previos a desvanecerse, Gable vuela presuroso con la imaginación al set de rodaje. Al último. A la seca y polvorienta Nevada. Al desierto. Con sus camaradas de la última gran juerga. Monty Clift. Norma Jean. John Huston. Están todos apoyados en la empalizada. Mirando a los caballos. A la hora del crepúsculo. Tras otro día duro. Los operarios recogen. Y las botellas de whisky florecen. Alguien ofrece cigarrillos. Clark Gable muestra un aire desgastado. Un caballero sureño ajado. Envejecido prematuramente por los excesos aunque de porte señorial. Siempre parece a punto de salir de caza, con uno de sus ojos entrecerrado por el humo del pitillo, el bigote-rúbrica perfecto bajo su nariz y el vaso medio lleno en su mano. Igual que en Mogambo. Montgomery Clift asume la pose de perdedor mirándose constantemente la puntera de las botas, con su sombrero calado dejando apenas a la vista su mirada turbia, nublada, de hombre atormentado por miles de demonios. Bebe y fuma sin cesar. Y, de tanto en tanto, extrae píldoras de un blíster y las toma compulsivo con un trago de licor. John Huston está. Nada dice. Bebe. Ríe. Bebe algo más. Mira el reloj. Parece que nunca llega la hora de ir al casino a apostar. Marilyn Monroe flota y fluye entre todos ellos. Acostumbrada a ser diana entre dardos, dosifica sonrisas y procura caricias a los caballos cimarrones más dóciles, aquellos que se acercan confiados a su mano. El crepúsculo cae sobre esa tribu crepuscular. Esa que se resiste a la extinción. No reconocen estar interpretando de algún modo sus vidas. Gente abollada que en otro tiempo brilló más que el cielo del desierto que les cobija en una noche de verano. Arruinados los cuerpos por los excesos. Las cabezas por los fantasmas y las almas por el dolor recóndito hurtado a los flashes y a los devotos. Rotos por dentro todos, beben y ríen en ese festival previo a la nada. A las nadas individuales. Gable administra algunos latidos más. Los necesita. Ha de llegar a la autocaravana de la Novia de América aún. Miente con artes de viejo actor al electro y se queda unos minutos más. En el set abandonado ya sólo queda el núcleo duro de próximos futuros mártires. Monty está demasiado intoxicado y se derrumba sobre la hierba. Su sombrero ladeado le da un aire distinguido, y sin embargo, contra todo pronóstico. Siempre, hasta en el peor de los casos, Monty tiene una buena foto. Huston se ha ido tras encender un enorme cigarro y apurar su copa. No abrirán los casinos de Reno sin que él esté presente. Al menos ha ladrado una especie de despedida antes de irse. Gable oye la dulce voz de Marilyn cuando se quedan solos. “¿Eh, papaíto, aguantarás un trago más conmigo?”. El viejo caballero pone esa sonrisa que solo él sabe poner. Esa de enamorar Scarletts en Los Doce Robles. Parece que el fuselaje aún aguanta, a juzgar por los ojos algo lácteos de Norma Jean. Sin saber cómo, guiado por la mano decidida de la chica, el viejo actor llega al plateado remolque de la actriz. No demasiado grande. Decorado con gusto. Sencillo. Perfumado. La habitación de una mujer, sin duda. Ella desaparece brevemente tras un biombo mientras le indica el carrito de las bebidas. El se sienta y se sirve un trago más. Otro día de más beber y fumar que de comer…
… Cuando Norma Jean regresa, lleva puesto tan solo un camisón negro de raso. Mira fijamente al viejo galán y le confiesa algo absolutamente cierto: toda la vida ha llevado en la cartera una foto suya. Gable es su ídolo, su modelo a seguir como actor, pero también la sombra del padre que nunca se hizo esa foto que ella pudiese llevar consigo. Ahora, en esa pequeña alcoba de aluminio en el medio del desierto, Marilyn Monroe está ante Clark Gable, Butler, el Vic de “Mogambo”, el Fletcher de “Motín a bordo…” Todos ellos ante ella con una copa y un cigarrillo. Y esa sonrisa. Ella, nerviosamente tranquila, le ofrece algo de cenar. “Han traído unos espaguetis picantes con gambas y verduras, deliciosos...” Mientras lo dice, uno de los tirantes de su camisón resbala y el pecho de la mujer más deseada del hemisferio queda a la vista del galán. Sin pudor, prosigue con su oferta alimenticia, parada de pie frente a él “… aunque quizá el señor prefiera saltarse el primer plato e ir directamente al postre…”. Mientras lo dice, le mira fijamente y derrama unas lágrimas de sirope de chocolate sobre su pecho. Después, avanza dos pasos y se arrodilla ante Gable. Él, con la misma calma, deposita la colilla en el cenicero y la copa en la pequeña mesa auxiliar, y con su lengua de tahúr del Misisipi hace emerger de nuevo el rosado pezón divino oculto bajo la densa melaza de chocolate tibio. Ella crispa un poco los hombros y sonríe con dulce picardía. Él, con la certeza más que absoluta de que ya no hay caballos cimarrones dispuestos a desbocarse en sus tripas de viejo vaquero, le besa dulcemente el cuello y se incorpora en una nube de Chanel número 5, se cala su sombrero y se vuelve a dejar caer en la camilla, bajo esos fluorescentes de blanco desasosegante que ocultan el cielo estrellado de Nevada. Varón. 59 años. Nombre: William Clark Gable. Ataque al corazón. Hora del fallecimiento: diez de la mañana. Los Ángeles. A dieciséis de noviembre de 1960…
José Pajares Iglesias, de Huesos de Jum. Huesos de Gur (Canalla Ediciones, 2016).