Podías dejar caer las manos así por sus caderas, así, tan lentamente y...Podías comerte a bocados aquel cuello así, tan rico, y después morirte. Sin problemas. Con la polla apostada en su espalda, caliente y sonrosada como una hermosa flor, y que ella suspirarararará con los ojos cerrados y los labios brillantes y toscos y entreabiertos como queriendo decirte algo oscuro, algo guarro de de dentro de eso que llamamos alma, algo prohibido, que doliera un poquito, algo que le estallara entre las piernas y la volviera completamente loca.

Era la hostia.

Una vez rebosó el fregadero. Yo la había enredado malamente con la lengua y ella por supuesto se había dejado y al rato, como nadie cerraba aquel grifo aquello caía hasta el suelo como un Niágara y de pronto sentimos el agua en los pies y luego en las rodillas y luego en el cuello y cuando nos dimos cuenta de que ya no había aire, gritamos a la vez como dos locos de gusto porque aquella cosa eléctrica que no tenía nombre y por eso la llamabamos Ahhhhhhhhhhhhhhhh, o Síiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii, o Joderrrrrrrrrrrrrrrrrr, nos estaba partiendo como a barcos por la puta mitad. Pues al rato, un vecino llamó a la policía. Que si estaban allí matando a alguien. Y ella le dijo que sí. Que dos veces porque era domingo. 
Le brillaban tanto los ojos, que al guardia se le saltó una lágrima.

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