El campeón ha vuelto, de J. R. Moehringer


He tardado en empezar a leer a Moehringer. Algunos grandes amigos me recomendaron las memorias de Agassi (Open), quien colaboró con el escritor en el que, dicen, es un libro deslumbrante. Pero me dio pereza porque no me fascina el tenis. Lo cual no significa que no lo lea: tarde o temprano lo haré porque me fío del criterio de esos amigos. Luego publicaron El bar de las grandes esperanzas, y no me decidía porque no acababa de convencerme la cubierta; una vez más, lo apunté porque otras dos personas de las que suelo fiarme lo recomendaron. Y entonces llegó El campeón ha vuelto, y me decidí porque leí en alguna red social uno o dos fragmentos, y porque es un reportaje breve, y porque gira en torno a un boxeador (y el boxeo sí que me interesa).

El campeón ha vuelto es, al parecer, un reportaje o una crónica de culto en EE.UU. A mí me ha gustado y ya compré El bar de las grandes esperanzas, que probablemente lea este mes. Moehringer es preciso y contundente, va al grano y deja en estas páginas algunos pasajes muy notables. Para la edición en castellano escribió un prólogo que, al cabo, resulta ser lo mejor del libro, o la parte de la que he copiado más fragmentos. Así que yo he caído, también, en el hechizo de este autor, del que pronto publicarán Sutton. Aquí van unas muestras potentes:

Por primera vez comprendí que en realidad sólo hay dos tipos de historias en el mundo: las que los demás quieren que cuentes y las que quieres contar tú. Y nadie va a dejarte así, sin más, contar las segundas. Tú tienes que pelear para ganarte ese privilegio, ese derecho.

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Seas quien seas, estés donde estés, sea cuando sea que estés leyendo esto, o no leyendo esto, estoy casi seguro de que estás librando una pelea. Tal vez sea una pelea contra un mal trabajo, o un jefe cruel, o una empresa que te explota. Tal vez sea una pelea interna, contra una duda paralizante, o un temor que te desgasta o una pena sin fondo. Tal vez pelees contra una enfermedad, o un dolor, o una separación nada amistosa, o algún otro monstruo amorfo que parece decidido a devorarte entero…: la locura, la culpa, una deuda. Tal vez estés peleando por algo, por algo esencial, que no has tenido nunca. Un hogar seguro, un amor verdadero, un trabajo satisfactorio. Tal vez lo hayas tenido y te lo hayan quitado y estés peleando por recuperarlo. Sea cual sea el caso, esta mañana, al poner los pies en el suelo, o en la cubierta de tu barco, o en la tierra de tu campamento, has planificado el día alrededor de esa pelea. Esa pelea te define, te da forma, tal como debe ser y seguirá siéndolo hasta que se declare un vencedor, y entonces empieza la siguiente pelea, y la siguiente, hasta que llegues a la última pelea de tu vida, que perderás, como todos los que has conocido perderán la suya.

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Estoy en una habitación de hotel en Columbus, Ohio, sentado, esperando la llamada de un hombre que no confía en mí, con la esperanza de que tenga respuestas sobre un hombre en quien no confío y que podría facilitarme el nombre de otro hombre que a nadie le importa lo más mínimo.

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Como les ocurría a tantos otros boxeadores, no había ahorrado nada. Le pagaron treinta y cuatro mil dólares por el combate contra Charles, una suma de dinero considerable en la década de 1950, pero se lo pulió todo en juergas y Cadillacs de colores chillones. Sin dinero y con pocas perspectivas, se fue a California, donde conoció a una mujer, formó una familia y no perdió la esperanza de que llegaran tiempos mejores. Pero lo que llegó fue peor. Se rompió un tobillo mientras trabajaba en la construcción, y como no hizo el reposo que debía, no acabó de curársele. La lesión le impedía mantener un ritmo de trabajo continuado. Y entonces le llegó el golpe que no vio venir: mataron a su hijo.


[Duomo Ediciones. Traducción de Juanjo Estrella]

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