Me gustaba porque era de caminar lento, pausado, casi meditativo. Llevaba las manos en los bolsillos del vestido, lo que deformaba el lino y lo ajustaba al cuerpo. Al sentarse en aquella terraza con olor a almendras, montó una pierna sobre la otra y, sin parar de hablar, dejó que su sandalia quedara por un momento suspendida en equilibrio en la punta del pie, columpiándose levemente mientras compartíamos el periódico sobre la mesa.