Hola, Vicente:
Hoy he empezado El merodeador, a esa hora de comer cuando no se tiene hambre y no se distingue mucho si el sol sube o baja... si la luz entra o huye. Y me atrapó completamente, no lo solté hasta las últimas palabras "resuenan sus pasos dentro, atravesando lentamente el pasillo" y oí ese crujido penetrar desde las montañas y las grietas de ésta vieja casa e instalarse aquí y volver a pasar las páginas de El merodeador en una especie de atemporalidad y lava.
Me fascinó ese continuo rubor y exalto de la palabra, de la herida de la palabra, su magia, su cárcel, en esa guerra del existir, y cómo a veces entraba en una inquietante claustrofobia y precipicio y angustia al leerte, cómo se evaporaban de la atmósfera esos esqueletos que convertiste en música y en palas para partir el hielo, y luego algo siempre en tu escritura, devolvía un movimiento, un candor, una razón para seguir, para apartar durante un vino noctámbulo el laberinto y ser su sinestesia.
Y me llenó de escalofríos la honestidad con la que a veces te hundías el cuchillo y rompías el espejo, sentí una épica sinceridad, más allá de lo que supuestamente nos conviene y de la vestidura y el rol y lo social... un ir camino de fuego. Y esa cacofonía y amanita, ese aullido, que vinculaba cada capítulo a algo más allá, incluso de la narración, como en esa guerra del ser universal y fulminante. También disfruté de los golpes que lanzaste al sistema capitalista y a la sociedad que se agacha y se hace un ángulo recto. Y el capítulo del vagabundo me sacó las tripas.
Mareva Mayo
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