Enjambre de celdas en rascacielos superpoblados de células unihabitadas que, pared con pared, escuchan el ruido interno. El atractivo de perderse entre la multitud para huir de uno mismo casi siempre es la trampa que te cuelga de las campanas que repican como bombas en tu pecho. Unos se buscan en la soledad del monte o de las dunas, mientras que otros, tratando de escaparse, terminan dándose de bruces consigo mismos en medio del asfalto y el tumulto despiadado. La luces urbanas tililan, simbióticas como estrellas, en medio de la noche oscura, ejerciendo una poderosa atracción para quienes necesitan creer y crecer en lo insondable y crear otros mundos paralelos que se mueren con el día. ¿Cómo es posible no tener miedo en medio de una ciudad salvaje, con todos sus peligros nocturnos, y sin embargo alterarnos tanto en medio de la naturaleza? No hace falta que sean la selva o la sabana… nos sueltan en medio de un camino en el campo y se nos disparan todas las alarmas al mínimo ruido extraño. Atavismos grabados a fuego en nuestro ADN, de cuando éramos primates que dormían en las ramas para protegerse de sus depredadores, tal como cuenta Jack London en “Antes de Adán”.
¿Qué miedos tendrá la sociedad- si existe- dentro de miles de años?
Creo que para encontrarme a mí misma no me iría al mar, ni a la tundra o el desierto… me sepultaría en medio del caos, donde calla el silencio y se esconde la luna. Y convivir, sobrevivir y medirme con mis limitaciones en el entorno crudo y descarnado del millón de soledades, armónicamente ordenadas en sus universos privados.
María Jesús Marcos Arteaga