Frente al ágora ateniense, junto a los muros de defensa velozmente erigidos por temor a la próxima barbarie, entre las ruinas calientes de la primera democracia europea, un amigo susurra: «Los griegos siempre hemos pensado que los otros países eran bárbaros, hasta que salimos a otros países y nos enteramos de que para ellos los bárbaros somos nosotros». Bajo su zapatilla, una pequeña piedra se desprende y rueda cuesta abajo.