Una hilera de naranjos lleva hasta la tumba de María Zambrano. Está casi a la entrada, rodeada de panteones y nichos encalados, algunos sin nombre ni fechas. En la primera visita, a comienzos de enero, había colocados tres limones en la esquina de la lápida, en recuerdo a aquel limonero de su casa natal, en Vélez Málaga, donde descansan sus restos. Arriba, al comienzo de la lápida, se lee su epitafio, extraído del Cantar de los Cantares: Surge amica mea et veni.
En una segunda visita, en los primeros días de febrero, la tumba ha sufrido algunos cambios. Con motivo del homenaje por el 25 aniversario de su muerte, que se produjo el 6 de febrero de 1991 en Madrid, se ha dispuesto otra lápida, la de su hermana Araceli, que yace con María. Dos gatos merodean cerca de la tumba, buscando el sol y el silencio de un camposanto tranquilo, demasiado solitario. Dicen que siempre suele haber algún gato alrededor de la tumba. «El gato es la perfección de algo. Es el animal perfecto. En cada gato está íntegra la sabiduría de Egipto», dice la pensadora durante un monográfico televisivo emitido en 1986, tras su regreso del exilio, que se produjo el 20 de noviembre de 1984: «Nunca me fui de España», fueron sus primeras palabras.
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