La riada de gente me iba llevando casi en volandas igual que a un torero recién corneado. Apenas podía moverme en aquel enjambre. Recuerdo ir mirando los números de las casetas buscando la mía, la 303, pero antes de llegar hasta ella la avalancha me fue poco a poco desplazando hasta que, sin quererlo, me encontré frente al puesto de la Cruz Roja. Mi cara debía ser terrible porque al instante se presentó un ángel vestido de rojo.
—Tú eres… —empezó a decir señalándome con el dedo mientras se acercaba.
—Sí, lo soy —la interrumpí algo impaciente dando por sentado que me reconoció.
—…Javier Marías, ¿no?
La broma no tuvo nada de gracia, pero ella empezó a reírse. No hay nada peor que reírse uno mismo de sus propios chistes. Eso sí, su sonrisa merecía la pena.
—Perdón —se disculpó—, no lo he podido evitar. Sé quién eres; he leído tus libros.
No era el momento adecuado para enrollarse, así que le pedí lo más fuerte que tuviera en el botiquín. «Admito anestesia para mamíferos de gran tamaño”, bromeé. Me rio la gracia. Volvió con un par de sobres de paracetamol y un vaso de plástico con agua. Me lo bebí con el ansia de un explorador perdido que encuentra por fin un manantial.
—¿Te debo algo? —le pregunté secándome los labios con la manga de la camisa.
Pensó un rato con expresión de mala actriz melodramática antes de contestar.
—Dedícame un libro.
Accedí encantado y le pedí que se pasara por la caseta 303. Allí tendría su premio.
Nunca vino. En mi estudio aún mantengo su libro dedicado. A veces lo cojo y me da por pensar en lo que haría Javier Marías en mi lugar. Tal vez empezar una novela en la que un escritor de medio pelo recorre todos los hospitales de la ciudad buscando un ángel vestido de rojo.
Antología "Madrid en feria". VV.AA. Playa de Ákaba.
Rafael Caunedo, profesor de escritura creativa, coordinador de talleres de escritura y novelista. Su pasión es la ficción en cualquiera de sus manifestaciones, incluida la adaptación de la propia realidad.