ANÉMICA Y AGRESTE
Digas la palabra que digas -
das gracias
a la perdición.
PAUL CELAN
En el nombre del padre y del hijo y del espíritu santo, amén Jesús. Con palabras tan pintorescas arrancaba y concluía su trabajo la muchacha aprendiz recién llegada, con urgencia bastante especial, de Navahermosa, provincia de Toledo. En desahogos posteriores reveló que le daban igual festivos que laborables, pascuas que noches bárbaras y buenas, para ella cualquier día era el día señalado para que un ser divino y netamente superior le conminara desde el fondo de los auriculares Samsung hasta algún lugar remoto de su cerebro oscuro: María Hermita, atienda, póngase allí o póngase aquí, ahora de espaldas, más deprisa, haga como que ríe, muévase un poquito a la derecha, no se agache, atienda, atienda, abra la ventana, no conteste a sus preguntas, no, así no, déjese de tonterías y salga ya pitando. Su sumisión, su prontitud, su buen hacer en suma, no parecían tener límites abarcables, o es lo que imaginábamos nosotros, los multiplicadores irreflexivos de su esfuerzo cuando nos acercábamos de puntillas a los grandes ventanales del local para espiar su honradez y las cláusulas de su contrato menos convenientes, claro, después de ciertas horas. Aquel rostro enrojecido, aquellas manos enguantadas haciéndose cruces también detrás de cada apuro, aquel cuerpo estragado por jabonaduras y salmos inequívocos que tanto nos gustaba, aquel corazón tan conmovible y todo lo demás, sobremanera todo lo demás, nos iba descubriendo noche a noche bajo su bata azul incómodos pecados adorables. Hemos de reconocer desde un principio que no olvidábamos que quien con su trajín nos hacía soñar despiertos estaba allí no solo para nosotros sino para comparecer a la mañana siguiente bien temprano a limpiar las mesas con gamuzas y dejar relucientes los suelos de madera de roble natural que habían ensuciado la tarde anterior los niños ruidosos de Montessori. Después de comer, cuando ella regresaba a su pensión de la calle Amor de Dios mirando con parsimonia los escaparates de las tiendas de deportes, acechábamos su andar cansino y su cara preciosa, qué digo preciosa, su cara muy preciosa. Sabíamos con total seguridad que a las veinte y cuarenta y cinco bajaría de nuevo para acudir, esta vez ya sin detenerse, a lo de Juan Arturo a cumplir una noche más su rara penitencia. Seamos sinceros, atender medio a escondidas las usanzas de María Hermita entrañaba un ejercicio cotidiano de revelación y un entretenimiento de razonable poderío capaz de asistirnos con un placer elemental consistente en contemplar su vida de muchacha que sufre su vocación de mártir y a la par mostrarnos el camino de vuelta a la rutina de una juventud, si no descalabrada, sí echada a perder, o casi, por el humo de las pipas.
(…)
Es un fragmento de
“La verdadera historia de Montserrat C. y otros relatos no menos imposibles”, de Luis Miguel Rabanal (Eolas Ediciones, Col. Caldera del Dagda, León 2016).