El esclavo de Google

Trabajo ocho, nueve horas diarias al servicio de Google. No en Google, sino por y para Google. Para que el buscador se digne a colocar en la primera página de resultados a las empresas que me pagan por ello. No es tarea sencilla. Google tiene más pretendientes que Miss Venezuela. Todos lo (¿la?) desean. Él (¿Ella?) sabe que su poder es absoluto. Exige constantes sacrificios que va modificando a su libre albedrío. Las pruebas de amor que un día lo conquistaron ya no sirven ni para merecer su compasión.   

Al tirano le sobran argumentos. Necesita mejorar sus algoritmos, lograr que piensen como un ser humano. Y para ello no duda en destrozar el trabajo de miles de personas que, como yo, hemos asumido la condición de humildes siervos del gigante tecnológico. Sus vaivenes emocionales nos provocan sacudidas del estrés, horas extras no remuneradas ni numeradas, falta de sueño y, en casos graves, ataques cardíacos. 

Yo me esfuerzo en rendir a mi amo el tributo que requiere. Escribo afanosamente en busca de su complacencia, aplaco sus furores para que no arruine a mis clientes mandándoles al abismo de la página cincuenta. No me importa desnaturalizar el lenguaje ni desprenderme de cualquier concepto estético del idioma. Repito una y otra vez los términos que necesito que posicione, como repiten una y otra vez sus plegarias los creyentes que suplican el favor de sus dioses. Y espero. Porque la respuesta nunca es inmediata. A Google no se le conquista con un rápido guiño. Exige sumisión cada día del año, y fustiga al que no entiende a la primera sus crípticas profecías. Sobre todo, no tolera que intenten engañarlo. 

Lo que escribo ya está escrito. Lo han redactado otros antes que yo, pero no puedo limitarme a copiarlo. Debo utilizar sinónimos, cambiar el orden de las frases, alterar levemente el significado. Porque si hay algo que Google no soporta es que sus esclavos nos plagiemos unos a otros. 

Nada se le escapa al Dios Buscador. Siembra en sus dominios el reino del terror; su castigo es severo y arbitrario.  Cuenta con millones de espías, conocidos como “arañas”, que nadie ha visto nunca pero que siempre lo ven todo. Atrapan en su telar cualquier desviación de las reglas y la penalizan sin demora. Porque, si para conquistar el frío corazón de Google se requieren meses o años de dedicación, para encender su cólera basta un error minúsculo, una pequeña treta argüida por un estafador de poca monta.    

Como reflejo más o menos fiel de la sociedad, en Internet importan más las apariencias que lo verdadero. La Red se llena de artículos repetidos, pero aparentemente originales. Google ostenta todos los poderes. Define lo que debe y no debe mostrarse, las respuestas correctas a los eternos conflictos humanos: “¿Qué es el amor?” “¿De qué color es el vestido?” Los dilemas que han atormentado durante milenios a insignes filósofos, los resuelve el buscador en décimas de segundo. 

Y funciona. Porque yo soy el escribiente de Google, que vive en vilo de sus caprichos. Pero el resto del mundo, que no conoce mi trabajo ni el de mis silenciosos compañeros, está feliz con los resultados, satisfecho de que una web solucione su problema o alivie su desafección.

Me pregunto si esclavos somos todos.

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