MI VIDA EN LA PENUMBRA: Fragmentos (2).




EL ÁNGEL DE LA CATEDRAL


Como una visión pura de tristeza estaba allí y yo la miraba, aquella manta sobre sus cansadas piernas, morena, ojos azules, bajo las arcadas góticas de la catedral. Momentos mágicos, reveladores, que quizá son religión: imágenes de luz que son poesía, bajando, subiendo y regresando de nuevo al mismo sitio.

Un tren fantasma y tú en el flujo de mis pensamientos. Mirando por la ventana y viendo sólo mi reflejo. Lleno de pena y rabia por tu ausencia e intentándote explicar que he renacido, que he dejado de beber, que vuelvo a ser el mismo... Pero recordando también aquella carta, su advertencia, tus labios rojos estampados sobre sus palabras: Debemos una vez más concentrarnos, recuperar el Norte y con él la armonía... No quiero seguir huyendo... Y yo observando a aquella chica para redimirme a mi extraño modo en su tristeza, una catarsis, porque mi adicción era más fuerte o mi voluntad mucho más débil, qué más da: no todos tenemos la misma fuerza.

Lo que ahora está pasando corrobora mi anterior postura: dolor físico auténtico por la distancia. Pero corren tiempos duros y nubes que no escampan. Me alejé de ti para encontrarte, no para perderte, y para buscar también otros caminos... Lo lineal, lo legible, lo inteligible... Intentaba ser yo mismo, no plagiar de la experiencia, pero el filón se estaba acabando. ¿Qué quería, qué buscaba, qué esperaba? Tal vez sólo te buscaba a ti, que compartiste por un tiempo mi vida... Juegos de prestidigitador, perversiones, confidencias: mantras obsesivos de desolación.

Aprendí poco del tiempo mientras tú allanabas el futuro. Pero ese pasado hoy ya no existe. Sólo quiero que te asomes a mí y me des de nuevo a oler tu piel... Tengo otra historia que contar: el resplandor de aquellos ojos, su desolación. Cómo descubrí su santidad y cómo su rostro demacrado hizo mi luz.

Fue como un milagro verla allí, entre los mendigos con la mano extendida, silenciosa y agostada junto a los muros de la catedral. La observé en silencio unos minutos y renací luego en sus cenizas para volver maduro a ti.

He dejado de beber, no te preocupes. He llegado al centro neurálgico de las sensaciones para dejar a un lado la botella. He viajado al fin del tiempo sin tener que cubrir grandes distancias.

Nada hay que no esté al fondo de nuestro corazón.


Vicente Muñoz Álvarez,
de Mi vida en la penumbra
(Editorial Eclipsados, 2008)


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