Se amaban.
No demasiado jóvenes ni hermosos,
algo marcados ya por la fatiga
de convivir durante aquellos años,
una alimentación con excedentes
de azúcar y de grasa había dañado
su silueta,
desdibujando la esbeltez del cuello,
añadiendo volúmenes al vientre
y cierta pesadez a las caderas.
Pero se amaban y se mantenían
juntos. Juntos se les veía
en la misa de doce, los domingos,
ella con su astracán y sus carrillos
empastados en rosa, él con su aire
de hombre abstraído y su corbata
de seda natural, made in Italia.
Juntos con otros seres también juntos
pasaban las veladas de la tarde
exponiendo al unísono
idénticas creencias,
defendiendo los mismos ideales,
atacando los vicios más comunes
.........................................................................
del volumen, decía, de su carne
húmeda y abundante, trasladada
solamente por las piernas
cortas hasta el asiento
delantero de un coche americano
donde, a solas, pensaban
en esa cosa extraña que es la vida
y se veían
tal como eran por dentro, justamente,
con toda exactitud el uno al otro,
pasando
mental revista a un asco introvertido
en la letal penumbra de las glándulas
y a un mutuo horror basado en experiencias
más lúcidas —no mucho más—, es lógico. Pero
no se lo decían nunca, porque
—como afirmaban todos sus amigos—