Unos extractos de esta singular, magnífica novela, que hoy comento en Playtime / El Plural:
La gente necesita mitos fundacionales, algún tipo de huella del año cero, un perno que asegure el andamiaje que a su vez sujeta la arquitectura de la realidad, del tiempo: cámaras de memoria y sótanos de olvido, muros entre eras, pasillos que nos arrastren hacia los días del fin y lo que sea que venga después. Vemos las cosas como envueltas en un sudario, a través de un velo, sobre una pantalla sobrecargada de píxeles.
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Cada día, el mundo funcionaba porque yo le había devuelto significado el día anterior. Vosotros no advertíais que yo lo había puesto ahí porque ya estaba ahí; pero si yo hubiera dejado de hacerlo, enseguida lo habríais sabido.
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4.4. Confeccionaba un montón de dosieres. Éstos no siempre eran para clientes. La Compañía me daba carte blanche para guiarme por mi olfato cuando no estaba trabajando en un informe concreto. Iba a conferencias, leía (y, en ocasiones, escribía) artículos, tomaba continuamente el tenue pulso de los medios; y confeccionaba dosieres. Tenía un dosier sobre avatares de juegos japoneses y otro sobre obituarios en periódicos; un dosier sobre entrevistas tras encuentros deportivos con jugadores y sus entrenadores; un dosier sobre supuestos avistamientos extraterrestres y otro sobre ataques de tiburones; dosieres sobre tatuajes, "tendencias" de personalización de aparatos portátiles, la retórica y dicción de los fraudes por correo electrónico. Estos dosieres brotaban de manera espontánea, fortuita, caprichosa. Una situación, un meme recurrente me llamaba la atención, me picaba la curiosidad, y me ponía a investigarlo: seguía su espora, veía dónde llevaba, recopilaba ejemplos de su existencia, montaba un inventario de sus aspectos y mutaciones; como un detective que mantuviese un expediente sobre una presa pintoresca a la par que escurridiza, evasiva: un ratero escalador de edificios, digamos, o un timador transformista.
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Desde luego, cada informe en que trabajaba la Compañía, cada discurso que elaborábamos, incorporaba una invocación al Futuro, una genuflexión ante el mismo: explicando cómo las redes sociales se convertirán en la nueva nobleza de la prensa, o los suburbios en el nuevo centro de las ciudades, o que las economías emergentes bordearían lo equivalente a zambullirse directamente en la fase post-digital; valiéndonos del Futuro para conferir el sello de verdad a estos escenarios y estas afirmaciones, haciéndolos absolutos y objetivos mediante el mero hecho de colocarlos en dicho Futuro: así era como ganábamos los contratos. Todo, como decía Peyman, es susceptible de ser una ficción; pero el Futuro es el cuento más largo y pesado de todos.
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Pero en cambio me llevó hasta su coche, e hicimos un trayecto de unos diez o quince minutos hasta una zona industrial de la ciudad. Ahí está, dijo, mientras el vehículo superaba sendos baches de una antigua vía de trenes de mercancías. Siguiendo su mirada, vi un búnker de hormigón que se alzaba junto a la carretera. Nos detuvimos en un muelle de carga situado bajo este edificio, aparcamos bajo unos arcos enormes y salimos. El espacio estaba sembrado de componentes de circuitos eléctricos viejos, grandes como tótems: cajas de fusibles, reguladores y capacitadores, aisladores cerámicos corrugados y demás. El edificio había albergado un transpondedor dedicado a las comunicaciones del sistema de transportes municipal, explicó Claudia; eso, dijo, señalando una reja que vimos mientras subíamos a la cuarta planta en un amplio elevador sin puertas, era una jaula de Faraday.
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Hay muchas cosas que no te he contado, contestó ella. Si tuviéramos que contar a los demás todo sobre nosotros, viviríamos en un mundo aburrido. Si saberlo todo de una persona fuera la condición sine qua non de la interacción humana, dijo, nos limitaríamos a llevar tarjetas de memoria para enchufarlas en los demás cuando nos conocemos. Podríamos tener pequeños puertos, rendijas en los costados, como bocas u orejas u órganos sexuales extras, por donde introducir y usar las tarjetas, en vez de hablar o echar polvos o lo que sea.
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Anotadlo Todo, dijo Malinowski. Pero el caso es que, ahora, todo está escrito ya. Apenas si hay un instante de nuestras vidas que no esté documentado. Recorres un tramo de calle y estás siendo filmado por tres cámaras a la vez; e incluso si no es así, el teléfono que llevas en el bolsillo localiza y registra tu posición en cada momento. Cada sitio web que visitas, todo clic que haces, cada pulsación de teclas son archivados: aun si pulsas suprimir, borrar, vaciar papelera, las cosas siguen alojadas en alguna parte, en alguna carpeta o algún enclave, alguna oculta avenida del circuito. Nada desaparece jamás. Y como las estructuras de parentesco, las redes de intercambio cuya telaraña nos retiene, nos envuelve, nos crea –redes cuyo cartografiado es la tarea, la raison d'être, de alguien como yo–, esas redes están siendo cartografiadas, esa tarea realizada, por el software que tabula y cruza lo que compramos con quienes conocemos, y lo que compramos, o nos gusta, con los demás objetos que son deseados o comprados por otros a lo que no conocemos pero con quienes coexistimos en un patrón de compra o gustos compartido.
[Pálido Fuego. Traducción de José Luis Amores]