MI VIDA EN LA PENUMBRA: Fragmentos (1).



Te quería entonces y te sigo queriendo ahora. Junto a todo ese montón de vírgenes que velan por nosotros en tantos pueblos donde extrañamente hemos rezado. O cuando me agarrabas fuerte la mano mientras te cosían la brecha del pie. Entonces llevaba el pelo corto y estaba más delgado. Porque envejecemos, eso está claro, nos quemamos juntos y también eso es importante. O cuando me tocas la guitarra en casa mientras floto. Que seas fiel y sumisa y bestia con tu cuerpo. Desde la biblioteca, desde la maldita P.S.S., desde la más completa laxitud. ¿Qué diablos hago aquí? La niebla devorando lentamente los paisajes e invierno y navidad y muerte. Frío. Siempre rejas y ventanas. Objetor de conciencia, ratón de biblioteca, murciélago de archivo... Y tú fuera de mí en el gimnasio o en la escuela... El descontrol de la ciudad. Y la armonía de las montañas, en los bosques, en los pueblos, llenos de nuestras pisadas, tuyas y mías, esperando y buscando caminos, consumiéndonos en vida y allí en cambio todo tan distinto, cuando sientes desde lo profundo esa magia que en ningún otro lugar puede existir. Y así pasa mi tiempo y recuerdo cuando era niño y más tarde un chaval y todo me pesaba y me agobiaba y quería a toda costa que llegase ya el mañana. Que siempre ha sido igual, la misma inquietud, la misma impaciencia, la historia triste de mi contradicción... ¿O es que mi equilibrio está en el propio caos? Quizá se esa la clave: lo que ayer amé hoy puedo odiarlo, ya no pruebo el bourbon, me arrepiento de mis indecisiones y aplaudo después mi intemperancia... Como quise prolongar también aquellos días de un invierno ya lejano en que tú salías a volar para mí y en el musgo que traías estaba mi terapia, el antídoto contra mi soledad. Pero ha pasado el tiempo y ahora todo aquello sólo existe en este cofre lleno de recuerdos. Y aún así podríamos ser héroes. Aunque seamos sólo dos personas, carne y hueso y quizás un alma y nada más.

***

Bebió un sorbo y hojeó por encima el periódico: crímenes, guerras, pobreza, descensos en la Bolsa, corrupción política, programas de televisión... Le pareció el mismo guión de siempre, las mismas noticias repetidas una y otra vez, el mismo montaje, la misma dinámica, la misma información: una realidad plagiándose absurda y despiadadamente día tras día.
Bebió otro trago apoyado en la barra y miró a su alrededor. También aquellas, las de sus compañeros, le parecieron de algún modo las mismas caras, las mismas facciones veladas por el mismo cansancio, por la misma náusea, por el mismo miedo. Todos tenían semejantes problemas, semejante trabajo, semejantes familias, veían los mismos programas de televisión y conversaban invariablemente de las mismas cosas. Todos, de una forma u otra, tenían marcado en sus rostros el selló apático de la resignación.
Apuró la copa de orujo y siguió andando por la avenida. La mañana estaba encapotada y ventosa, desapacible, y todo el mundo se dirigía apresuradamente al trabajo, cientos de personas circulando como autómatas por las calles, dispuestas a desempeñar su tedioso papel en el engranaje forzado de la sociedad.

***

Ella entonces se calla y deja de llorar. Se da cuenta de que él nunca podrá entenderlo, así que bajará del coche al llegar a la ciudad y caminará por la calle hasta que alguien le proponga ir a su casa. O esperará a que amanezca en un hostal y seguirá buscando al día siguiente.
Él, en cambio, comienza a estar confuso. La idea de su cuerpo esbelto y joven le seduce. Los pezones que transparenta su camiseta empapada y el pelo chorreando sobre los sillones de cuero. Pero ese no es su estilo. Y prefiere no forzar la situación.
Mientras sigue lloviendo y a los dos les duele el silencio que rompe la radio, las líneas blancas de la carretera, el vaivén de los limpiaparabrisas, los destellos de los faros de los coches, kilómetros, palabras contenidas, pensamientos cruzados y esa triste despedida a las afueras, ella descendiendo aún mojada del vehículo y él observándola por el retrovisor mientras se aleja, su frágil silueta sobre un muro de ladrillos rojos y la débil luz de las farolas, la lluvia, la avenida, los semáforos...El fin de un corto adiós.


Vicente Muñoz Álvarez,
de Mi vida en la penumbra
(Editorial Eclipsados, 2008)

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