J. D. Salinger, circunspección casi egipcia

Cuando digo Salinger se me queda como un enigma retumbando en la boca. Un eco de pirámide egipcia rebotando entre los dientes. Digo Salinger y sube de la garganta un aire de Dylan, una ráfaga que mueve la lengua de un lado a otro como una bola de pinball. Es una de esas palabras que se quedan haciendo cabriolas por el cielo de pladur de la cocina y luego se deshace con esa rápida lentitud con la que pasa siempre la vida, la nuestra y la de los otros, y es una pena que no exista ya una oficina donde hacer una buena cola a la española y reclamar más tiempo, más noches con agujeros negros y callejones sin salida.

A veces, cuando me paso horas boca arriba en el sillón, cuando de no hacer nada ya no me queda un solo segundo para trabajar, me cojo la palma de la mano y miro la línea del amor perdiéndose como el Nilo entre los dedos, y luego observo, ya creyéndome Oblomov, aquel personaje de novela rusa que holgazaneaba todo el día, cómo la línea del dinero nace de la muñeca y rápidamente se pierde, como si fuera un afluente del Miño. Y al mirar toda esa geometría de líneas rizándose por las manos, he recordado aquella noche, en un club de Hollywood, cuando Orson Welles le cogió la suya a Oona O´Neill y le leyó en un par de segundos el futuro. En su impostada habilidad quiromántica, el genio vislumbró cómo la adolescente terminaría en los brazos del legendario Charlie Chaplin. Este vaticinio, que se cumpliría con decidida exactitud, terminaría siendo un duro golpe para Jerry Salinger, que desde las gélidas y embarradas trincheras francesas de la Segunda Guerra Mundial, llevaba tiempo tecleando largas cartas de amor a aquella joven americana, hija del mítico Premio Nobel, Eugene O´Neill, que de niña la había abandonado.

Oona buscó en Chaplin el padre que no tuvo y con 18 años recién cumplidos se casó con el actor en un Bloomsday, un 16 de junio de 1943. Y uno puede imaginarse ahora sin dificultad la desolación y el abatimiento que la noticia del enlace matrimonial supuso para Salinger, que se había ido a la contienda en pleno idilio -dicen que aún no consumado-, del que incluso presumía entre sus amigos del ejército, mostrándoles fotografías de Oona haciendo de modelo y asegurándoles: «Ésta es mi novia». Pero Oona necesitaba un protector, como yo a veces necesito un Drambuie y después seguido un Negroni, y también alguien que le hiciera reír, y encontró en Chaplin esa persona, una estrella cinematográfica que le triplicaba la edad. Pero con él fue muy feliz y tuvo ocho hijos –Chaplin se empleaba a fondo tomando glándulas de mono, que era la viagra del momento-. Su posterior muerte la dejó destrozada, tanto que al final de su vida Oona se volvió alcohólica, después de ver otras desgracias familiares como los suicidios ejemplares de su hermano y de su hermanastro. Ya lo dijo Séneca: «La cosa mejor que ha hecho la ley eterna es que, habiéndonos dado una sola entrada en la vida, nos ha procurado miles de salidas».

Dicen que Salinger no se recuperó nunca. «Las mujeres que vinieron después de Oona fueron simples máquinas de viajar en el tiempo. Su obsesión de toda la vida con las chicas tardoadolescentes fue, al menos en parte, un intento por recuperar a la Oona edénica. Ella le dio el formato que él tendría para siempre», señala David Shields en la biografía que publicó hace unos años, junto con Shane Salerno, sobre la vida y trayectoria del escritor americano, un volumen que la editorial Seix Barral sacó a comienzos de 2014.

Aquí ya en mi habitación, como un hikikomori, he pensado en aquel 12º Regimiento de Infantería, con el que Salinger desembarcó en Normandía el 6 de junio de 1944. Llevaba consigo un talismán: los primeros seis capítulos de El guardián entre el centeno, el libro que lo haría un escritor de éxito y también una especie de ermitaño excéntrico, una suerte de escritor singular que tras la publicación de su principal obra –de la que se han vendido más de 65 millones de ejemplares en el mundo desde su publicación en 1951–, huyó de Nueva York y se instaló en una casa con refugio para escribir, un lugar al que iban periodistas y fotógrafos a robarle intimidad.

«No me molesten a menos que la casa esté ardiendo», decía a su mujer y a sus hijos, y se quedaba allí escribiendo como había hecho toda su vida, desde 1940, escribir para ser alguien en la literatura, para intentar hacer por fin la sempiterna gran novela americana. «Intentar enseñar a escribir a alguien es como si un ciego guía a otro ciego. Si se siente usted solo, la escritura presenta beneficios terapéuticos. Yo le sugiero que lea a muchos escritores. No escriba sucesos reales. Mezcle sus experiencias. Planee sus relatos con meticulosidad. No tome decisiones precipitadas y no se agobie demasiado con los críticos y toda su locura psicoanalítica», le aconsejó a Michael Clarskson, uno de los fans que intentó a lo largo de su longeva vida conocerle, hablarle de cerca, observar su inquietante circunspección casi egipcia. Salinger consiguió el éxito y dejó una voz y un clásico, además de una serie de relatos que fue publicando en revistas generalistas y también en esa publicación que fue siempre su gran sueño: el New Yorker, no sin antes sufrir una ringlera imparable de rechazos.

Repeinado y espigado, de más de un metro noventa, un cigarrillo siempre entre los dedos y con unas gafas de sol que escondían unos ojos penetrantes, Salinger hizo de sus traumas de guerra, de todo esas muertes de compañeros y enemigos alemanes presenciadas en el bosque de Hürtgen y en la batalla de las Ardenas, su estilo; hizo del horror del campo de exterminio Kaufering IV una escritura singular y su verdadero arte. Se inventó a Holden Caulfield, ese personaje autobiográfico rebelde con el que dedicó su particular corte de manga a la hipocresía adulta de aquella sociedad de los años 40 y 50, conformista y cansada de la guerra pero que volvía a ella de nuevo, ahora con la URSS y Corea.

Luego se refugió en el budismo zen, como yo me refugié una vez debajo de un puente mientras llovía, una tarde cuando volvía en bicicleta de la sierra, y a partir de 1963 no publicó un libro más –ha dejado escritos que no se podrán leer hasta 2060-. En su soledad de Cornish de los años 50, mucho antes de casarse con Claire Douglas –antes lo había hecho con una alemana llamada Sylvia, de la que se sospechaba que colaboró con la Gestapo–, llenaba el jeep de adolescentes que se reunían en una cafetería del pueblo cercano de Windsor y se los llevaba a ver partidos de fútbol americano, a escuchar discos a casa o a jugar a la tabla de güija. Allí se rejuvenecía. Recuperaba todo ese tiempo perdido de la guerra, de aquella maldita guerra en la que conoció a su admirado Hegminway, con el que trabó amistad.

Su temprana decisión por desaparecer, por alejarse del ruido, por distanciarse de la contaminación de lo cotidiano hicieron de él un enigma. Periodistas como Betty Eppes, del Baton Rouge Advocate, dedicó todo el verano de 1980 a intentar entrevistarle. Lo consiguió pero las respuestas del escritor americano sacaron de quicio a la periodista, que en un momento del encuentro dejó el cuaderno y el bolígrafo, lo miró y le dijo: «¿Para qué se ha molestado en venir a verme? ¿Por qué no se ha quedado usted en su montaña? ¿Por qué no ha pasado por alto mi carta?». Y es que Betty estaba delante de Jerry, alguien más que un escritor. Una leyenda.

A veces, en mi ensimismamiento, he creído que estoy en esa otra casa, en la que Salinger vivió entre 1967 y 2010. Sí, he creído que miro por una ventana y veo la nieve. Los árboles sin hojas. La vida en el invierno deshaciéndose. Y allí me he sentido en mi sitio, en un lugar que no era mío y sin embargo sentía que lo era. Salinger murió un 27 de enero de 2010, el día de mi cumpleaños. Será para que no se me olvide.

 

(Publicado en La Opinión de Málaga)

La entrada J. D. Salinger, circunspección casi egipcia aparece primero en [ EL BLOG DE LUIS REGUERO ].

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *

You may use these HTML tags and attributes: <a href="" title=""> <abbr title=""> <acronym title=""> <b> <blockquote cite=""> <cite> <code> <del datetime=""> <em> <i> <q cite=""> <s> <strike> <strong>

*