Isidore Ducasse (1846 - 1870), más conocido como Conde de Lautréamont, autor de Los Cantos de Maldoror (Les Chants de Maldoror, 1869) fue, sin duda, un inclasificable romántico, un avanzado a su tiempo.
Eso mismo dice Alejandro Castroguer en el prólogo que escribe para esta edición de Los Cantos de Maldoror (ilustrada por Miguel Ángel Martín y con un ensayo a cargo de Francisco González Fernández), que:“literariamente, Isidore Ducasse fue un viajero rumbo al futuro, un adelantado a su tiempo, un visionario. Sus escritos, muy escasos, no fueron otra cosa que una sonda lanzada en dirección al siglo XX con el vivo deseo de hallar lectores que comulgasen con su credo estético.”
La obra, escrita entre 1868 y 1869, que nos ha llegado diseminada a lo largo seis "capítulos" (Cantos, como los llama el autor), es una oda al mal, un despiadado y nihilista ataque al ser humano, un cruento diálogo racional entre la ciencia y la espiritualidad, que hace gala de una belleza tan macabra y grotesca, una complejidad métrica y matemática tal, que obligará al lector, aún en contra de su voluntad, a zambullirse en los mares de tinta de sus palabras y verse arrastrado por las atormentadas corrientes de los pensamientos de su protagonista: Maldoror.
No es este un libro fácil, en absoluto; más bien al contrario. Por más que su lectura se antoje sorprendente y todo un manantial de hallazgos estilísticos y lingüísticos, y haya hechizado a artistas de toda índole a lo largo de los años (André Breton, Salvador Dalí, Max Ernst,…), ya el propio Ducasse, por boca de su protagonista, su ángel caído, advierte al lector nada más comenzar este libro, inclasificable y de culto: “No es bueno que todo el mundo lea las páginas que siguen; sólo unos pocos saborearán este fruto amargo sin peligro…”
Poco se sabe en verdad, más allá de conjeturas y rumores, de la enigmática figura de Ducasse, casi tan poco como de la verdad que se esconde detrás de este libro tan oscuro como mágico, tan decadente como necesario; eso sí, uno, al terminar su lectura, no puede por más que preguntarse qué horrores mentales habría conocido Ducasse para, con apenas veintitrés años, escribir el relato, tan indispensable como reprobable, de un personaje que bebe directamente de Byron, Mickiewicz, Goethe e incluso del mismísimo Satanás.
Lector, haznos caso y aléjate cuanto puedas de este libro ahora que estás a tiempo; y, ten presente, cuando lo sostengas entre tus manos temblorosas, cuando tu cordura te abandone para siempre que, tanto Ducasse como nosotros, te advertimos previamente de los peligros y horrores que estas páginas encierran.
Ilustrado por Miguel Ángel Martín
Prologado por Alejandro Castroguer
Ensayo de Francisco González Fernández