Sólo son pequeñas crónicas que escribo al regresar a casa. A veces en el colectivo. Otras en el subte. La mayoría, frases sueltas en la cabeza que repito a modo de mantra que, sin embargo, no llegan a destino. No busco plasmar una obra literaria que despierte la fascinación de multitudes ni arrase todas las ediciones en una editorial, por ejemplo. No. Pretendo apenas, tomarle el pelo a los ataques. Y ahí estoy. De repente, me salgo de mí misma y me observo suponte, a través de los ojos de la señora bien vestida
que huele a Van Cleef o Dior,
que luce una cartera fina de cuero marrón claro,
que hace juego con sus zapatos y baja en la estación Bulnes de la línea D.
Decía, la mujer, tiene delante suyo a una muchacha pálida, ojerosa, de nariz pico de ave, insignificante; suspendida vaya a saberse en qué galaxia, mientras mira a través de un vidrio sucio o suena los dedos huesudos de las manos.
Si ésta supiera que, por fuera finjo tranquilidad cuando es en el interior todo de mi espíritu que se suceden batallas interminables de miedo, desolación y delirio; quizás se echaría a correr presa del espanto.
Hace unos días, alguien me dijo que el mundo no estaba preparado para mujeres como yo. Amén del cumplido, creo en el significado inverso de la oración. En una ciudad rota,
de personas apuradas,
de mujeres y hombres de sentimientos virtuales y emoticones,
no hay espacio ni lugar, para alguien que hace de la imaginación el sentido mismo de su existencia.
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