En la carrera de fondo que es la escritura, la periodista y subdirectora de Vanity Fair, Virginia Galvín, sortea obstáculos y abismos con una prosa directa, cuidada, limpia, que explora los agujeros negros de una realidad voluble, anegada de fracasos, convenciones y éxitos fugaces como la neblina. La autora de La vida en cinco minutos (Círculo de Tiza) deja a su paso un reguero de coordenadas que sitúan al lector ante un universo propio en expansión, donde no faltanJohn Berger, Susan Sontag, John Banville, Beckett, Carver, la música de Camarón y Rod Stewart, o series como Los Simpson, Los Soprano, Homeland y Mad Men, en la que Don Drapper “se aprieta un whisky” según entra por la puerta de casa “para olvidar que bajo esa facha impoluta de hombre Armani versión años 50 yace un miserable de cinco estrellas”. Galvín, que nació el año en que Juan Benet publicó Volverás a Región (1967), cree que hemos abaratado la palabra, la hemos descuidado y lo hemos ido llenado todo de ruido hasta desdibujarnos. Escribe también diariamente en su blog Agujeros negros. Adora los aeropuertos y dice que tiene pánico a la vulgaridad, a subirse a esos “carruajes muy trillados” que atascan hoy la literatura.
¡Cuántos agujeros negros podrían enumerarse hoy en tan solo cinco minutos!
Tantos como pesadillas caben en una noche eterna y desalmada. Los que andamos de agujero en agujero sólo atinamos a nombrarlos y si acaso a colocarlos en un mapa de coordenadas locas que nunca recordamos. No hay más exploración que el sobresalto. Mirar la realidad con ojos (falsamente) vírgenes, asombrarse como si no hubiera un ayer. Y convertirlo en relatos con ese ritmo endiablado que es el puro asombro. Hoy mismo podía haber hecho un agujero de la visita del presidente iraní a Roma y esa desfachatez de cubrirle las estatuas desnudas del museo. Tan absurdo que parece sacado de la mente mordaz de un dibujante de El Jueves o del Charlie Hebbdo. Los agujeros son la intuición subterránea bajo ese manto de convenciones en el que nos movemos. Lo radical es vivir a saltos, tropezar y romperse los tobillos. Aporrear las techas y ver lo que te sale. Y así pasan los días y los textos.
Escribes que “hay que medir las palabras antes de sacarlas a pasear”. Sin embargo, hablamos más de la cuenta y pensamos a veces poco lo que decimos. Hay demasiada cháchara, demasiada palabrería y ruido…
Hemos abaratado las palabras sin asumir que son ladrillos con los que construimos la realidad (¡esto sí que es una macroburbuja inmobiliaria!). Deberían ir siempre en una retaguardia cautelosa, no escupirlas delante de cualquiera hasta llegar a pervertir o a devaluar eso que encierran. Creo que hablamos para rellenar los silencios porque nos incomodan. Hablamos para no desenfocarnos demasiado en el otro. Hablamos por convenio, por hacer ruido. Por referenciarnos frente a nosotros mismos. Por desesperación y por remilgo. Para espantar intentos de suicidio. Para perpetuar amores que agonizan. Para justificar que eres un padre o una madre. Para fingir que entendiste aquel cuadro. Para que se nos quiera. Para no ser menos, y ser más. Y así nos vamos desdibujando, perdiendo identidad por las costuras. Porque no hay una religión de las palabras con un Papa que imponga penitencias al pecado nefando de la verborrea. Así que las violamos -las palabras- y luego nos tomamos un filete con patatas.
“En la infancia vivimos y después sobrevivimos”, afirma el poeta Leopoldo María Panero. El desencanto, la película sobre Los Panero a la que te refieres en tu libro La vida en cinco minutos, no deja indiferente a nadie…
Para mí fue demoledora. La vi en circunstancias de extrema soledad, tumbada en un colchón sobre el suelo en el agosto más pegajoso que recuerdo. Entendí muy bien eso de lo que hablaban; los infiernos que habitan en los paraísos prefabricados como el de la infancia. Ese que a veces construimos con relatos de fingida felicidad. Y me llamó la atención el monstruo de esa madre que podría pasar por víctima y era un cruel verdugo. Recuerdo que una parte de mí quería taparse los ojos y la otra se bebía ese relato feroz sabiendo que vendrían vómitos y resaca. Y luego me ha asombrado que haya gente que encuentre divertida la película y se tronche con las salidas de los locos Panero. La tortura provoca efectos indeseados, me imagino.
“Me parece -dices- que para escribir bien hay que empezar con un strip-tease. Huir de estructuras encorsetadas, recuperar palabras sonoras, ponerlas tal vez en boca de un extranjero para darles otro recorrido”. La escritura, añades, es una carrera de fondo contra uno mismo. ¿Por qué escribe Virginia Galvín?
Escribo para saber quién soy, qué pienso y hasta qué siento. Si no fijo todo con palabras me diluyo y se me hace bola la digestión de vivir. Escribo para fugarme un rato cada día, igual que otros hacen mindfulness o se van de putas. El aquí y el ahora. Me parece que si no dejo los dedos libres tendré ardor de estómago o urticaria. Encuentro conexiones entre lo que miro, lo que escucho y lo que siento que son como chinas en los zapatos que no desaparecen hasta que las ordeno en un relato donde todo cobra sentido, al menos para mí. Y es un milagro que otros que lo leen lo entiendan y lo hagan suyo. Compartidas las rarezas se vuelven casi normas, eso tan relajante…
En tu obra, el lector va encontrando a una escritora que se identifica con grandes autores como John Berger, que tiene versos y una prosa que no se olvida: “Lo que me reconcilia con mi propia muerte es la imagen de un lugar: un lugar en el que tus huesos y los míos sean sepultados, tirados, desenterrados juntos”.
John Berger es un hallazgo necesario. Uno de esos autores con los que entrar en diálogo porque te habla a ti y te interpela. Una fantasía que me sobresalta cuando ando perdida por las páginas, y empiezo a subrayar enloquecida una frase y otra, y las retuerzo hasta hacerlas mías, siempre desde el respeto al copyright. No creo nada en las musas, tan sobrevaloradas, sino en la inspiración por ósmosis y aliento de otros. Casi siempre escritores, artistas, arquitectos. O gente anónima que escucho por las calles y de cuyas palabras me apodero con vampírico afán. Creo que inolvidable es todo lo que merece un subrayado o un mordisco. Y hay muchos: David Vann, Salvador Pániker, Peter Handke, Thomas Bernhard, James Salter, Amiel, Virginia Woolf…
Dices que hay pocas cosas que nos descolocan tanto como la muerte. Nada nos paraliza tanto, nada hay tan devastador como eso y, sin embargo, cuando la presenciamos, no hay otro camino luego que seguir viviendo…
La muerte nos planta frente a nosotros mismos a través del dolor por los otros. La pérdida es incómoda porque no se explica, así que intentamos tirar de frases hechas, de tópicos y pésames que provocan esa risa floja tan de tanatorio. Es un alivio reír cara a la muerte, para escapar de ella y exorcizar el miedo a lo que nos abisma en una pura mueca. No hay nada tan poco natural como una sala donde se vela a un muerto, un responso, un funeral. Todos sobreactuamos, nos vestimos de oscuro, rezamos letanías entre dientes. Participamos en un teatro nada experimental, de puro clásico. Nos tentamos la lengua y los bolsillos, salimos a fumar, nos abrazamos. (Conocí a una mujer que me confesó que la visión de la muerte y sus rituales le provocaba ganas de sexo. Esa fusión de vida -la petit mort de los franceses-).
Confiesas que has llegado tarde a casi todo: al escote palabra de honor, a Camarón, a bogavante, a la cerveza, al matrimonio, a Gunter Grass, a Thomas Mann…El humor y la ironía rompen los límites de la escritura, la abren, la expanden en la mente del lector…
Sí, me temo que nunca soy precursora. Incluso cuando corro y me adelanto siempre me olvido de las llaves y no puedo entrar en el reino del pionero. Nunca he sido moderna en ese aspecto, y menos modernícola. Tampoco tengo claro que haya plazos estándar para cada cosa. De nuevo son puros formalismos, acuerdos que establecen los demás para tratar de explicar eso tan difuso que es la “normalidad”. Ahora pienso que llegué a Camarón cuando estaba lista para gozarlo en esa hondura y esos ritmos que rompían el flamenco comme il faut. Y que fue una suerte no entender el prodigio de una cerveza helada hasta que ya había pasado el riesgo de rozar el delirium tremens. También considero que un escote palabra de honor sólo debe llevarse cuando no haya sonrojo en subírtelo o bajártelo delante de quien sea. Y respecto al humor, no es una elección, es un destino.
“No todos los días se nos necesita”, escribe Beckett. ¿Un genio al que siempre hay que volver?
No soy muy de volver a las lecturas ya leídas, salvo excepciones. Soy de darme de bruces a veces con la misma piedra y por sorpresa. Con todos los respetos a Samuel Beckett, ese hombre esculpido a puñetazos que esperando a Godot se encontró consigo mismo y con sus sombras. No sé cómo esa frase me salió al encuentro y me hizo pensar en que a menudo nos comportamos como si tuviéramos que dar asistencia a los demás, y no a nosotros mismos. Y esa otra lectura, muy aplicable a las madres, que es hacernos imprescindibles en otros para justificar nuestra nada. Los hijos como víctima propiciatoria y coartada. Como excusa. Como alteridad enfermiza. Creo que utilizamos la infancia para refugiarnos en ella de las balas adultas (pobres niños). Y estoy convencida de que hay que celebrar como una fiesta el día en que tus hijos te piden que les sueltes la mano un poco antes de llegar al colegio, aunque duela. O dejan de querer acostarse en tu cama porque ya gestionan solos sus pesadillas. Estrenar ese privilegio de no ser necesitada es mucho mejor que estrenar una americana florida de Michele, el genio de Gucci, una tarde de abril con mucho sol.
¿Para qué sirve la soledad?
Para hacerse el vacío necesario, para dejar de ponerse trampas a uno mismo. Para leer y escribir a destajo, para mirar las musarañas, para atrapar la esencia en fuga de las cosas. Para tocar hueso de “yo” y explorar el vosotros. Para no dejarse llevar demasiado por el ruido y quedarse con las nueces. Para que tu familia te llame insociable y rarita con cariño. Para que tus amigos respeten y lo entiendan. Para ser confidente de uno mismo. Para escuchar a Bach y bailar pop hortera sin que nadie te vea. Para estar sin ducharte una mañana de domingo y que no se te quejen. Para conocerte mejor, como diría el lobo de Caperucita antes de devorarte en dentelladas. Para salir al encuentro del otro un poco más armada, aunque con todas las dudas necesarias.
“La pasión central de la vida es el amor”, escribió María Zambrano y, frente al amor, el desamor parece que inspira más a la hora de nuestras creaciones.
Indudablemente, y diría que es porque al desamor siempre lo identificamos, mientras que el amor se escurre y nos confunde. Hay demasiados tipos de amor, pero el que nos han vendido como verdadero es el de las películas o de la lealtad de los esposos. El del adolescente hormonado de versos y de ganas, el amor que enamora como ideal descrito y pintado por artistas. Y con esa lacra nos hemos manejado, con mejor o peor fortuna, y hemos hecho relatos infumables que sabes cómo empiezan y terminan. Un rollo previsible. Mientras que el desamor es la tormenta de rayos y de truenos, es Ana Karenina, es precipicio. Es vértigo, venganza, amargura con hiel, egomanía, vuelo con turbulencias, mortal indiferencia, alevosía. Así que sin pensarlo demasiado el campo de palabras del desamor es mucho más fecundo y más sonoro.
¿Y cuándo caduca el amor?
Cuando sientes que te has ido aún estando. Cuando te rindes y rescatas lo que puedes del naufragio. Cuando aterrizas de un vuelo y no sientes deseos de escribirle: “he llegado”. Cuando estáis a kilómetros y os separa una sábana.
Todos hacemos listas. Nos dejas escrita una lista en tu libro sobre aspectos cotidianos, que surge tras leer los diarios de madurez de Susan Sontag, una escritora portentosa, irrepetible, que incluso entrevistaste. ¿Qué impresión te causó?
Me pareció una mujer frágil poderosa. Una de esas personas que han visto y se han expuesto, que no intentan impresionarte con mohínes de diva estrafalaria. Sentí que yo era muy pequeña, que mi biografía al lado de la suya era tan insignificante como la coleta de niña que llevaba aquel día. Admiré ese mechón blanco, poderoso; me pareció piadosa con mi inglés esquelético. Y dispuesta a seguirme si yo le daba pie. El pie que fuera. Y no se me ha olvidado el lugar, ni el sonido de hotel de capital que nos envolvía. Y la pena que sentí cuando la responsable de prensa se acercó a decirnos que había que terminar. Y luego, con los años y la lectura de sus diarios, he entendido que podíamos haber seguido hablando si yo entonces fuera la de hoy. Qué mujer tan valiente y necesaria.
Defines vivir como “un apretar los dientes, y de vez en cuando relajar la mandíbula y estar en condiciones de ver lo que los demás no ven”. ¿Vivir no es fácil, ni con los ojos abiertos ni cerrados?
Vivir no es fácil ni difícil, es lo que toca. Asumiendo unos picos de drama, algunos lances anodinos, y esos momentos de plenitud que hay quien llama felicidad o éxtasis. Vivir es una suerte cuando tienes cubiertos unos mínimos y asumes que habrá baches y frenadas con huella, y cumples años sin pena y sin nostalgia. Como una casilla más en la jugada que te permite entender algunas nebulosas del pasado, y perdonarte con todas las cautelas. Creo que el vitalismo sería mi religión fetén, después de la de las palabras.
¿Para cuándo nueva obra?
Para cuando sienta que lo que escribo no me abochorna y merece ser contado. Tengo pánico a la vulgaridad, a subirme a carruajes muy trillados. No sé si tengo el talento necesario para alumbrar una historia que pueda vivir sola, sin máquina de oxígeno. ¿Sobre qué? Sobre dos seres perdidos que se ven condenados a compartir espacio sin un manual de instrucciones claro y preciso. O algo así..
La entrada Virginia Galvín: “Escribo para fugarme un rato cada día” aparece primero en [ EL BLOG DE LUIS REGUERO ].