Madonna: 50 maneras de apuntalar a un mito

El Centro de Cultura Contemporánea La Térmica de Málaga acoge hasta el 15 de mayo la exposición ‘Madonna, el nacimiento de un mito’, una muestra fotográfica que se centra en 1982, un año crucial para apuntalar a la cantante norteamericana como un icono indestructible durante décadas. La muestra, que puede verse por primera vez en España, está compuesta por 50 instantáneas realizadas en Manhattan, bajo la mirada de tres grandes de la fotografía: Peter Cunningham, George DuBose y Deborah Feingold.

En el libro de las dedicatorias, algunas frases tienen manchas de carmín. Los fans de Madonna que ya han visto la exposición han dejado junto a las palabras las marcas de sus labios. Restos de ADN y de color varados entre las hojas, bajo una alfombra de escritura ladeada e imperfecta, y todo para exhibir una pasión que necesita tirar de excesos para explicitarse, que necesita ir más allá de las fronteras del propio lenguaje para expresar la sobrecarga de impulsos y emociones que habitan en el territorio de lo idolátrico.

¿Cuántos adjetivos hacen falta para acotar un mito? ¿Cuántas expresiones vacías, originales o reiterativas habría que amontonar para lograr definir un icono camaleónico de la música como Madonna? Todas las posibles y seguro que nunca serán suficientes. Y esa sensación de inexactitud definitoria, de multiplicidad visual de significados, es la que te acompaña cuando recorres el medio centenar de imágenes que conforman la muestra fotográfica Madonna, el nacimiento de un mito, que puede verse por primera vez en España en el Centro de Cultura Contemporánea La Térmica de Málaga, y en la que se recogen los trabajos de tres faros de la fotografía de las últimas décadas: Peter Cunningham, George DuBose y Deborah Feingold.

 

Una joven de Michigan

Todas la fotografías están fechadas en 1982. Cada imagen descubre un infinito número de detalles sobre una artista veinteañera, procedente de Michigan, aún poco conocida y de nombre Louise Veronica Ciccone, que por entonces solo había grabado una maqueta de cuatro temas con su novio Stephen Bray.

Así, el visitante va descubriendo los primeros fragmentos, las pruebas primigenias de la forja de un icono cultural, la génesis de un mito sensual, sexual, provocador, que derrocha ante el objetivo gestos y posturas voluptuosas e imposibles, y que posee una mirada infinita, a veces inocente y traviesa, y unos labios coronados por un lunar que son el epicentro de un terremoto musical en ciernes. “La nueva Marilyn Monroe”, le dice la publicista de la discográfica Warner, Liz Rosenberg, cuando llama al canadiense Peter Cunningham para organizar uno de los primeros reportajes fotográficos en Nueva York de la artista, que ahora puede verse en esta muestra.

En una de las instantáneas de Cunningham, Madonna apoya su rodilla sobre la parte delantera de un coche alargado, típicamente americano, y luego posa ajena al juego de conexiones y tonalidades rosáceas que contextualizan la exterioridad de la imagen, tomada en la neoyorkina Sullivan Street, y donde la cantante, que ha elegido su propio vestuario y maquillaje, se suelta el pelo, desnuda su personalidad y deshoja allí mismo su futuro, que es ahora pasado visible, inmutable, ausencia y presencia, documentación precisa y novedosa de una instantaneidad fragmentada. “Una fotografía es un fragmento: un vislumbre. Acopiamos vislumbres, fragmentos”, sostiene Susan Sontag en Sobre la fotografía.

Significativas son también las realizadas en Spring Street, con la cantante apoyada sobre una pared llena de grafitis dispersos, de todo tipo de colores, un escenario que parece elegido adrede por la propia Madonna para presentarse ante el mundo, para identificarse con el lenguaje de la calle, con la transgresión, con la desobediencia que envuelve determinadas expresiones y manifestaciones artísticas que atraviesan la jaula de lo prohibitivo, de lo convencional, de las correcciones asfixiantes.

En una de las esquinas del interior de la sala expositiva resalta una imagen de Feingold, la fotógrafa de Chet Baker, B. B. King, James Brown, Bono, REM o Pharrell: allí, la joven artista mira con aire chulesco a la cámara mientras infla una pompa de chile en la cama del pequeño apartamento que la fotógrafa posee en la isla neoyorkina. De sus antebrazos cuelgan decenas de pulseras de cuero y plata, que rodean una de sus piernas. Madonna mira con provocación a la cámara y en su postura reclinada se atisba ya un toque de pasotismo y de seguridad como de alguien que tiene bien claro lo que quiere, lo que ha venido a hacer en la vida.

 

La vida nocturna y un karaoke

No pasan desapercibidas las siete instantáneas que George Debuse dedica a la vida nocturna de Madonna. En un local de Manhattan, el Danceteria, la artista, que con los años deslumbrará al mundo con canciones como Like a Virgin, Holiday, Hung up, Like a Prayer, Material Girl, Angel, Vogue, Frozen o American life, canta y baila acompañada por una bailarina y uno de sus hermanos.

Al fondo de la exposición, bajo decenas de luces que cascabelean, se ha preparado al visitante una sorpresa: un karaoke con una completa playlist de la artista, especialmente con temas que vieron la luz entre los años 1982 y 1984. Además de los ya mencionadosEverybody, Holiday, Like a Virgin o Angel, los amantes de la música de la cantante americana, que pronto entrará en el selecto club de los artistas sexagenarios, podrán interpretar otras de su amplio repertorio, como Borderline, Dress You, Live Don´t Live Here Anymore o Material Girl (Chica material), que se convertiría, durante años, en el apodo de la cantante.

La muestra se completa con dos videocreaciones de los artistas Chema Alonso y Carlos T. Mori, y una obra con estética de los años 80 de Silvia Prada.

Y, sin embargo, al salir de esta exposición que no hay que dejar de ver, uno se pregunta, sin descanso, si es posible “en rigor” –como señalaba Susan Sontag- comprender algo de un mito a través de unas cuantas fotografías, y si acaso no será toda fotografía, como señalaba Kafka, “un desconócete a ti mismo”.

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