SE RUEGA SILENCIO



Me revuelco en el suelo. Mi piel desnuda está necesitada de contacto. A falta de algo mejor, aquí están las baldosas regalándome la fría caricia de su superficie. Hipersensibilidad. Cada poro de mi piel es como un clítoris hinchado por la excitación. Soy receptor de extrañas y novedosas sensaciones. Quizás, no debería haberme comido todas las setas a la vez. Aunque ya es tarde para arrepentirse. Sus alcaloides se funden con la glucosa de mi sangre. Sigo revolcándome por el suelo. Está sucio. No importa. Beso y lamo la loza como si fuera la amante más deseada. Quiero encontrar una fisura para poder follar con el pavimento. No hay agujeros que llenar. Me da igual. Froto la polla contra los azulejos. La humedad del glande recoge pelusas y porquería. Aun así, quiero follármelo. Lo hago. Con acritud, con violencia. Las baldosas están desgastadas y su tacto es el de la piedra pómez. Sangro por el roce. Dolor y placer a partes iguales. No tardo en correrme. La descarga es una explosión nuclear. Un hongo atómico de esperma. Me retuerzo. El éxtasis recorre mi cuerpo. Por un momento, creo desvanecerme. Pero no, sigo eyaculando sangre y semen, hasta vaciarme de lo segundo. Percibo cada molécula. Las siento rozándome la piel. Las noto dentro de los pulmones, en el escroto. Las paredes se ladean. El techo sube y baja a su antojo. Los colores, de tan vivos, queman las pupilas. Creo que podría flotar. Elevarme por encima de los tejados. Expandirme igual que una densa neblina. Contraerme en una bola de carne sin huesos... Esto me supera. La información es excesiva para procesarla a la vez. Quiero ponerme en pie. Tengo los brazos y las piernas entumecidos. No, no tenía que haberme comido todas las setas. El Tronco ya me advirtió. Cuidado que son muy potentes. Tendría que haberle hecho caso. Imposible controlarlo. Inútil resistirse. Mejor dejarse llevar. Saltamontes y cucarachas, escarabajos y alacranes escapan por mi ombligo. Un alarido. Tambores, panderetas. Extraños sonidos. La oscuridad de la noche es aplastada desde fuera y entra por la ventana trasformada en una masa compacta de plastilina negra. Demasiados estímulos de golpe. La realidad escapa haciendo quiebros. Soy absorbido y viajo a la velocidad de la luz. Un cometa de órganos aplastados. Estoy dentro del huevo de un reptil. El rey lagarto avanza entre un enjambre de avispas. Hay truenos y relámpagos y llueven palabras y acertijos. La cáscara se quiebra ofreciendo nuevo alumbramiento. Las paredes son de carne sangrante. Es blando, pringoso y huele a ozono. Soy un lobo dentro de la placenta de un cordero. Estoy dispuesto a devorar los muros de músculo y cartílago que me rodean. Muerdo las esquinas y la puerta. Astillas en las encías. La sangre gotea en el suelo. Más allá, un espejo con su reflejo. Destellos. Sombras que pululan en una danza macabra. Aterradora. Cristales rotos. No luches, me digo. Déjate llevar. Me abrasa el estómago. Se me afloja el esfínter y un chorro maloliente sale de mis tripas. Todo es demencial. De pronto, un chirrido ensordecedor me obliga a taponarme los oídos. Se repite una y otra vez. Es el timbre de la puerta. No puedo ponerme en pie. Me arrastro. Uno de los cristales se me clava en el muslo. El dolor me trae de vuelta a la realidad y me veo rebozado en sangre y excrementos. Oigo la voz distorsionada de Matilde. Aúllo para que sepa que estoy aquí. Tengo fuego en los intestinos. Puntos de colores me sobrevuelan o se quedan flotando delante de la nariz. Continúo arrastrándome como un caracol, dejando un reguero de fluidos a mi paso. Tengo que llegar hasta ella. Necesito ayuda. Incluso en mi estado puedo darme cuenta de ello. El pasillo es interminable. Clavo las uñas en las uniones de las baldosas y con gran esfuerzo voy impulsándome. Da la impresión de que esté escalando una pared vertical. Matilde me llama. Aúllo. Aullar es la única manera de comunicarme. Llego hasta la puerta principal. Tengo los brazos tan agarrotados que no puedo alcanzar la cerradura. Mi cuerpo reacciona contra el veneno. Otra descarga de excremento líquido es arrojada fuera. Está caliente y por un momento su contacto es agradable. Enseguida se vuelve resbaladizo y pestilente.

-¿Qué pasa? ¿Por qué no abres?

-Aaaaaaaaaaaaauuuuuuuuuuuuuu.

Hago acopio de todas mis fuerzas. Consigo levantar el brazo. Pesa como si fuera de plomo. La cerradura se aleja. Mis dedos son de goma y se estiran hasta que consigo agarrar el cerrojo. Cuando Matilde me ve, se lleva las manos a la boca. 

-¡Dios mío! 

Supongo que el espectáculo que se encuentra no es agradable. Quiero explicárselo. Una sola palabra sale de mi boca.

-Setas.

Matilde me arrastra hasta su casa. Llena la bañera de agua caliente y me mete en ella. Hace años que no me bañaba en una. La densidad del agua se asemeja al de la cera derretida. Es más, cuando Matilde me la vierte por encima, noto cómo se solidifica en la piel. La espuma está formada por coliflores que flotan a mi alrededor y que al menor contacto se deshacen en cientos de cucarachas con el caparazón cubierto con lana de oveja. Es evidente que sigo alucinando. El agua caliente me relaja lo suficiente para no sentir pánico. Antes de meterme en su bañera, Matilde me ha obligado a vomitar introduciéndome los dedos en la garganta. Después me ha dado a beber leche. Dice que es buena para las intoxicaciones. La verdad es que me siento mejor. Después del baño, me seca y venda el corte del muslo. Me acuesta en el sofá y me tapa con un edredón. Aún veo cosas extrañas y soy sensible a ciertos estímulos. Ahora es más fácil dejarse llevar. Estoy en un duermevela. Una deriva surrealista. Mi cuerpo está cansado de luchar contra las toxinas. Mi cabeza, sin embargo, no para de crear imágenes. No cesa de enviar impulsos eléctricos a las neuronas. El tráfico de pensamientos es tan precipitado que razonarlos es como intentar pescar peces con las manos. Siempre llego tarde, y si por casualidad capturo uno, termina escurriéndose entre los dedos. Son tantos y llegan tan de seguido que lo único que puedo hacer es dejarlos pasar por encima. Mente y cuerpo se separan. Dicotomía que me hace recapacitar. Antes de llegar a un diagnóstico, pierdo el hilo de lo que estaba pensando y me centro en una nueva reflexión. Hasta que la voz de Matilde rompe la cadena de razonamientos.

-¿Te encuentras mejor?

-Sí.

-Mi marido llegará pronto.

Aparto el edredón y me pongo en pie. Estoy un poco mareado y pierdo el equilibrio. Ella me hace de apoyo y con su ayuda conseguimos llegar hasta mi piso. Al entrar veo que todo está limpio y ordenado. Ni rastro de excrementos ni de sangre.



Pepe Pereza, de Se ruega silencio (Ed. Lupercalia, 2016).


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