El aldeano de París, de Louis Aragon


Esta luz reina extrañamente en esa suerte de galerías cubiertas que son numerosas en París en los aledaños de los grandes bulevares y que, de forma inquietante, llamamos "pasajes", como si, en esos pasadizos ocultos a la luz del día, no le estuviera permitido a nadie detenerse más de un instante. Un tenue resplandor glauco, en cierto modo abisal, semejante al súbito claror que irradia una pierna descubierta al levantarse una falda. La innata tendencia americana a planificar las ciudades que, importada en la capital por un prefecto del Segundo Imperio, aspira ahora a dibujar a cordel el plano de París, pronto va a imposibilitar la conservación de esos acuarios humanos que ya han renunciado a su vida primitiva y que merecen, sin embargo, ser considerados como los depositarios de ciertos mitos modernos; pues sólo ahora, amenazados por la piqueta, se han convertido de hecho en los santuarios de un culto a lo efímero, se han tornado en el paisaje fantasmal de placeres y profesiones malditos; unos lugares incomprensibles ayer y que nadie conocerá el día de mañana.

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En aquella época tan maravillosa como sórdida, casi siempre prefería consagrarme a las preocupaciones del tiempo antes que a las ocupaciones de mi corazón, vivía al azar, me entregaba a la búsqueda del azar, la única divinidad que había sabido conservar su prestigio.

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Me enamoré, y lo que estas dos palabras brindan a la imaginación es inimaginable.
La cuestión de cuándo la idea del amor, de este amor, la precisa idea de este amor, afloró en mi mente, es algo a lo que no puedo responder, al mismo tiempo que puedo responder perfectamente. Todo me separaba de aquella mujer a quien al principio había tratado de rehuir y a quien, sobre todo, había intentado ahuyentar de lo más íntimo de mi ser. Hay en mi arrebato por las mujeres una cierta arrogancia que es consecuencia de diversos remordimientos, del hecho de haber creído durante mucho tiempo que, en el mejor de los casos, una mujer sólo podría odiarme, de ese horrible sentimiento de fracaso que me conduce siempre a los confines de una sombra mortal.

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En el fondo, no existe modo alguno de pensar que no sea a través de una imagen.

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Si la imagen es la ley en el reino de la abstracción, el hecho lo es en el reino de los acontecimientos, y el conocimiento, en el reino de lo concreto. Esta hipótesis nos permite formular un juicio y declarar sucintamente que la imagen es la vía hacia todo conocimiento.

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No he consagrado mis días a la crítica. Mis días pertenecen a la poesía. Convenceos de una cosa, vosotros que tanto os reís: llevo una vida poética.


[Errata Naturae. Traducción de Vanesa García Cazorla]

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