Viaje en el tiempo en Madrid


Foto de Olmo Calvo



En Madrid, como en muchas otras ciudades y pueblos de esta patria nuestra, parece que importa un pimiento cómo se hacen las cosas, urbanísticamente hablando. Se han cuidado algunas zonas de cara a la galería, que en este particular son los turistas (aunque parece que se ha considerado que hay poco que ver en la capital, a tenor de la desatención que se prodiga a todo lo que no cae bajo una idea escuetísima de centro) y, por supuesto, las zonas donde viven lo que algunos, mayormente adinerados, denominan «gentes de bien» (en verdad se trata de una autodenominación): dinero atrae dinero, sin importar que éste sea público. Lo que queda al margen de la llamada de la selva de un mercado cuya mano no es tan invisible, que es casi toda la ciudad, crece desde hace unas décadas como un animalito abandonado a su suerte. Tener suerte es que el político (o política) necesite hacerse la foto.


Hoy me bajo en El Carmen y pongo rumbo a La Elipa. A tal fin, tomo la calle José María Fernández Lanseros y llego a Ricardo Ortiz, en cuya esquina con Cyesa me topo con un edificio de criterio funcionalista que estéticamente no es gran cosa, pero que sin embargo, y gracias a su estructura, semejante a una flor, permite que todas las ventanas den a la calle y contar con generosas terrazas.


Los inmuebles que abren Ricardo Ortiz son austeros y recuerdan a películas españolas de los años 50. En el número 18 hay un pasaje dividido en tres pasillos que desemboca en unas escaleras. Frente a estas, se alza una tapia de metal que se precisa rodear para entrar en un inmenso patio que funciona como un túnel del tiempo y como parking. Si desean saber cómo era Madrid antes de ser asfaltado, vengan aquí. Y si desean un escenario neorrealista, también. La tierra y los coches aparcados se disputan la aridez de este dantesco espacio que no es una calle a pesar de que está abierto para el peatón. Da esto también para pensar en la infancia, pues los lugares abandonados son los favoritos de los niños, o al menos de la niña que yo era, y que habría campado por estos lares a sus anchas, a salvo de las miradas de los adultos porque el tumulto de autos estacionados multiplica los escondites, amén de lo mucho que puede emporcarse una con la tierra y las piedras. Supongo que no será lo mismo para los vecinos, quienes quizás querrían ver asfaltado y ajardinado esta suerte de solar interior.


La visita que acabo de hacer adquiere una relevancia mayor cuando llego a la calle de San Emilio. Por cierto que de camino paso por el Colegio Concertado La Purísima, cuyo horroroso edificio salpicado de cruces blancas en el centro de la fachada trata de romper la simetría sin conseguirlo. ¿Cómo es eso de que aquí cobra mayor relieve mi anterior parada? Pues porque en San Emilio los inmuebles son iguales a los que, en Ricardo Ortiz, rodean el patio, y no obstante, y éste es el quid de la cuestión, hay que hacer verdaderos esfuerzos para darse cuenta de que son idénticos. Retomo el asunto del urbanismo con el que he abierto este artículo, pues es precisamente el que se practique o se tome por el pito del sereno el bienestar de la gente lo que marca la diferencia, a veces abismal, entre unos sitios y otros. En San Emilio las aceras son anchas y permiten caminar bien a gusto, y hay espacio para setos y árboles de copas generosas que dan sombra a la calle, sensación de frescor y cierta intimidad. Para más inri, la calzada no es ancha, así que aquí no se ofrece más espacio al molesto, ruidoso y contaminante coche que a los vecinos y los paseantes.


Otro ejemplo de urbanismo, en este caso fracasado, lo tenemos en la pasarela que va de San Marcelo hasta el parque de la otra parte de la M-30, ese gran mirador (la M-30, no el parque) que podríamos situar en el cuarto grado del sentimiento de lo sublime descrito por Arthur Schopenhauer, a saber, el que se produce al contemplar la naturaleza turbulenta, el placer por la percepción de objetos que amenazan con dañar o destruir al observador: la marabunta de coches en este caso. Desde la pasarela se observan los millones de automóviles que transitan entre la marcianada kitsch que es el puente de Ventas y la Quinta de la Fuente del Berro. Se trata de una pasarela contemporánea de tipo industrial, efímera y hortera.


Cabe suponer que en sus barandillas nadie se apoyará, pues son tan grandes que la mano no puede agarrarse a ellas. Están hechas de metal, así que cuando hace calor, queman, y cuando viene el frío, son como cubitos de hielo. La pasarela tiene además umbráculos un poco absurdos, pues están agujereados, lo que hace que no guarezcan de verdad del sol o la lluvia. Son un gesto no concluido. Como he dicho antes, solo es sublime de esa manera que describe Schopenhauer la vista que ofrecen, el agolpamiento de los faros y las luces rojas de los coches, la papilla de ruido, el río que nos lleva y nos trae todos los días del trabajo a casa y de casa al trabajo. Y siempre y cuando una se limite a observar.


La M-30 hace de límite entre un Madrid que comienza a ser céntrico y su periferia. La diferencia de cota marca la diferencia social: alta y ajardinada la que está dentro de la M-30, y baja y sin cortinas vegetales que amortigüen el ruido del tráfico y la contaminación la que está fuera. Y aquí me quedo por hoy, asomada a los bordes, un poco a la intemperie.

Este artículo se publicó en EL MUNDO Madrid el 10/07/2015.

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