Foto de Olmo Calvo.
La manera en cómo ha crecido Madrid y el espectáculo que se avista desde la M-30 generan una impresión donde reina una homogeneidad de las formas y el color que, sin embargo, no trasluce orden ni miramientos estéticos, sino caos. Desidia. Es por ello que el famoso y controvertido edificio de viviendas sociales El Ruedo, obra de Francisco Javier Sáenz de Oiza, destaca entre la marabunta de bloques que sobreviven junto a la circunvalación. Puede que al primer vistazo El Ruedo resulte brutal y el espectador censure su osadía; no obstante, y aun no comulgando con los parámetros por los que se rige, hay algo indiscutible: es una obra meditada. No se limita a reproducir un patrón fruto de suponer que el inquilino siempre quiere lo mismo (o que existe un ciudadano estándar que aspira a una vivienda estándar). Tampoco se trata de la ley del mínimo esfuerzo y el máximo beneficio. En El Ruedo hay arquitectura. Su diseño, de carácter unitario, remite al clasicismo romano. Parece un coliseo. Se trata de una obra típica de los años 80, postmoderna, que utiliza desenfadadamente elementos de otras épocas.
Si lo importante en arquitectura es ese tipo de rotundidad que genera en quien la contempla la sensación de absoluta naturalidad de la forma, como si un edificio no hubiera podido ser de otro modo, El Ruedo desde luego es todo un éxito. Su diseño no tiene fisuras ni puntos débiles: cuando a alguien se le ocurra enfoscar la fachada, el inmueble seguirá teniendo el mismo aspecto de caracol gigantesco. No hay forma de modificarlo. Ahora bien, desde el punto de vista social, no cabe aquí hablar de éxito. Han faltado los recursos para que el proyecto funcione debidamente.
El Ruedo es el fruto de un concurso restringido que convocó la Consejería de Ordenación del Territorio, Medio Ambiente y Vivienda de la Comunidad de Madrid en 1986. El Plan General de Diseño Urbano estableció cómo debía ser el inmueble. Entre otras cosas, tenía que desplegarse de forma curvilínea. Al concurso concurrieron arquitectos de renombre. Ninguno de ellos presentó un proyecto que se adecuara a los requerimientos de la convocatoria, salvo Sáenz de Oiza. El resultado es uno de los edificios más sugestivos y problemáticos de Madrid.
Me bajo en Vinateros y camino hasta Félix Rodríguez de la Fuente, que es donde se alza el objetivo de mi excursión, tomando la calle del Corregidor Diego de Valderrábano. Lo primero que me sorprende es el microcosmos que el edifico genera. Plegado sobre sí mismo en espiral, el contraste entre la parte que da a la M-30, protagonizada por ventanas pequeñas que buscan minimizar el ruido y la contaminación, y el interior, que forma un inmenso patio abierto de balcones generosos y colores cálidos, hace pensar en un papel de regalo envolviendo un juguete colorido y atípico, de muchas y sorprendentes piezas. Esta suerte de patio abierto conforma una plaza con, entre otras cosas, una cancha de fútbol y baloncesto, y una zona infantil.
La ola de calor, con el impertinente sol cayendo a plomo, no me impide observar el ambiente del sitio, pues a pesar de la inclemencia estival, los vecinos salen a la calle. Veo a adolescentes de etnia gitana reunidos en torno a una piscina de plástico para niños, a mayores sentados en sillas de plástico frente a los portales, parloteando y a la búsqueda de una fresca imposible hoy. Veo asimismo a un par de crías que se adelantan a los adultos que las custodian. El ambiente oscila entre lo popular y lo degradado, cosa ésta muy madrileña, siempre y cuando nos quedemos en el barrio, claro. Y es que todo en este lugar es tan interesante como significativo, para bien y para mal.
Así, por ejemplo, que se llame El Ruedo. En España, el ruedo suena a toros, a la revista de oposición franquista Cuadernos de ruedo ibérico, a la serie de novelas de Valle-Inclán que componen el proyecto inconcluso El ruedo ibérico, donde el autor relata satíricamente nuestra patria. El ruedo connota lucha, y por tanto épica. Se puede triunfar, pero también fracasar; como hay espectadores, el triunfo y el fracaso serán clamorosos. El Ruedo de Sáenz de Oiza, o su relato, encarna los sinsabores de nuestra historia, empezando por la recepción de la propuesta, que sigue recibiendo ataques virulentos (en este país el talento y el no plegarse a un mediocre concepto de normalidad son objetos del máximo odio). Por otra parte, aunque los motivos que adornan el interior son alegres (hacen pensar en un teatrillo o una zarzuela), la ironía que destilan sabe amarga cuando se investiga la historia del lugar. Para más inri, y como hemos apuntado antes, si bien su diseño trata de salvar los problemas de las viviendas que colindan con la M-30, la falta de dinero convierte a este entorno en un gueto. Muchos de los vecinos proceden de las chabolas del Pozo del Huevo, y el no destinar recursos educativos y de mantenimiento ha desembocado en problemas de convivencia. Hay quienes dicen que la estructura del inmueble no hace sino aumentar el estigma por parecerse a una cárcel, argumento éste endeble si se tiene en cuenta que ningún barrio marginal ha dejado de serlo por el simple hecho de que sus edificios se dispongan en avenidas amplias. Y es que las barreras más infranqueables no las hace el arquitecto.
Este artículo se publicó en EL MUNDO Madrid el 22/07/2015.