Foto de Olmo Calvo
Juan Ignacio Luca de Tena es la típica calle desangelada si se visita a una hora tardía o durante el fin de semana. En ella sólo hay sedes de empresas, mayoritariamente relacionadas con el mundo de la comunicación y la edición, como ABC-Vocento, Anaya o Bruño.
La vía, de hecho, le debe el nombre a que ABC trasladara aquí su sede: recordarán que Juan Ignacio Luca de Tena fue director del diario tras la muerte de su padre, Torcuato Luca de Tena. Aunque por aquí hay algunas viviendas, lo que predominan son los edificios de oficina (muchas de ellas en alquiler), el tráfico de trabajadores por el día y unas noches solitarias frente al ruido de la autovía del Noroeste. Hay quienes llegan en taxi a los hoteles de los alrededores (como el Silken Puerta Madrid, por ejemplo). Los hoteles de las afueras invitan a acostarse pronto porque no hay nada que ver por estos lares salvo que a uno o una le gusten las periferias, los no lugares o sea extremadamente curioso.
Se trata, en fin, de hoteles que están hechos precisamente para eso, para no desviarse de lo que se ha venido a hacer a la capital: llegar puntualísimo a la reunión o al avión que sale a horas intempestivas. Las horas intempestivas son las de los pringados y las de los ambiciosos.
Dan este tipo de calles, cuando se visitan en fin de semana y carecen casi por completo de actividad, para pensar sus relaciones con otros inmuebles que también se vacían, y por tanto en las posibles similitudes entre las tareas que en ellos se llevan a cabo.
Por ejemplo, vacíos se quedan también, cuando relojes y calendarios lo dictan, los colegios y los institutos, donde se acude por obligación durante un determinado número de horas que copan buena parte de la jornada o se socializa en torno a una misma actividad que a menudo no gusta. Mucho se ha hablado ya sobre si la educación moderna libera o esclaviza (hay teorías y prácticas para todos los gustos y contextos), y sea como sea, lo que está claro es que tantos años reclinados sobre un pupitre acostumbran y preparan para pasar otros tantos sobre una mesa de oficina.
Por eso me sorprende que esa cantidad ingente de horas al día dedicadas al trabajo no genere ciudad a su alrededor. En Juan Ignacio Luca de Tena, al igual que en otras calles donde dominan las empresas (por no hablar de los polígonos industriales), no hay prácticamente nada salvo esas mismas empresas. Parece que del trabajo no se deriven otros quehaceres en lo que al trabajador respecta, y si por un lado esto es lógico (si se está en el tajo, eso excluye cualquier actividad), por otro cabe sospechar un poco de la creencia de que el trabajo dignifica si, cuando finaliza la jornada laboral, se sale escopetado del recinto donde ésta tiene lugar.
Es más: se sale asimismo echando chispas incluso de la calle o barrio donde está la oficina. Salvo, claro está, si se curra donde sí hay ciudad, pues en este caso enseguida se encuentran escapatorias: bares, tiendas, bibliotecas, parques o lo que gusten. La que esto firma trabajó durante un tiempo en una de las empresas situadas en Juan Ignacio Luca de Tena. Era el año 2005, y yo vivía en la otra punta de Madrid. Tardaba una hora en llegar hasta aquí. Primero me tocaba coger el metro, y luego el autobús. Habría podido llegar antes si hubiese elegido bajarme, como hoy, en Suanzes y hubiese atravesado la Quinta de los Molinos, cuya salida a Juan Ignacio Luca de Tena está, además, frente a la empresa en la que trabajé (por cierto, y por si las moscas hay algún lector despistado que sólo conoce la Quinta de oídas, les recuerdo que se trata de uno de los parques más bellos de Madrid).
Sin embargo, me ocurrió algo que añadió media hora de ida y de vuelta más a mi trayecto: cuando cruzaba el parque para ir a la oficina me salió al paso un exhibicionista. Como todos los exhibicionistas que me he encontrado, éste se limitó a enseñar el miembro. No se acercó ni mostró más agresividad que la que conlleva el hecho de aparecer medio desnudo ante una desconocida. Sin embargo, yo me asusté y decidí cambiar la ruta para llegar al trabajo, lo que sumó, como he dicho antes, una hora más a mi trayecto entre la ida y la vuelta. Quizás tuve mala suerte y ese hombre no volvió a exhibirse en el parque. Y seguramente la cosa no pasaba de ahí, pero ya no pude deshacerme del miedo.
Cuento esto porque, puesto que aquí hablamos de la ciudad, algo crucial a la hora de abordarla desde la perspectiva del paseante (o de la paseante) son las vivencias que de ella se tienen. Y no sólo eso. También cuenta a qué se nos predispone: si se nos advierte que determinadas zonas son peligrosas, se las mira y camina de manera distinta, aun cuando no nos ocurra nada en ellas. Las mujeres solemos jugar con desventaja: cuando escuchamos detrás de nosotras unos pasos en lugares oscuros o solitarios, el corazón se nos acelera, pues nuestro imaginario es rico en casuística de agresiones de tipo sexual. En mi caso, y como ya he referido, el toparme con un exhibicionista en la Quinta y tener que modificar como consecuencia de ello el trayecto para llegar al trabajo hizo que Juan Ignacio Luca se configurara en mi cabeza como un lugar mucho más lejano y de difícil acceso. Como una suerte de isla para la que había que hacer filigranas si se quería desembarcar en ella.
Este artículo se publicó en EL MUNDO Madrid el 15/07/2015.