Quería fundirse con la naturaleza. Con las ventiscas que acariciaban los pinos rojos, los nogales, las flores amarillas moviéndose en silencio. Con los dorados taludes y el hielo crujiente en la oscuridad centelleante de la laguna de Walden. Con las alondras. El papamoscas. El cerezo arenoso y el almez. El otoño y el invierno.
Henry David Thoreau (Massachusetts, 1817-1862) quería una vida simple. De independencia. Una vida plena y tranquila. Al aire libre. Sin lujos ni detalles. Sin sobrecargas ni sobresaltos mundanos. Una existencia de pensamiento salvaje. De pensamiento sólido y disidente. De riqueza espiritual sin rodeos. «¡Cuántas pobres almas inmortales he encontrado casi completamente aplastadas y sofocadas bajo el peso de sus cargas arrastrándose por el camino de la vida!», señala este escritor americano en su artículo Economía, recogido en su libro Walden, publicado por la editorial Errata Naturae.
Instrumento
Thoreau iba a contracorriente. A su ritmo. Se resistió a ser un mero instrumento en manos del político de turno o a bailar al son del poderoso insaciable que acaba atolondrado de éxito. Se opuso a ser una pieza más del engranaje de una civilización de viaje al abismo. O a ser un fino hilo invisible de la telaraña artificial que enreda el mundo. Que lo asfixia y lo agota en el espacio y el tiempo. «Una mente sencilla e independiente no se somete ante ningún príncipe. El genio no es propiedad del emperador ni está hecho de plata, oro o mármol, salvo en una parte insignificante», señalaba.
No quería ser Thoreau uno más de nosotros, porque nosotros somos hoy una herramienta de nuestras propias herramientas, hombres y mujeres pegados a la pantalla de un teléfono móvil, aislados del mundo «sobre esa superficie de luz azulosa» que tocamos «ávidamente con la punta del dedo índice», como afirma el escritor mexicano Jordi Soler en su artículo El pensamiento salvaje (Ensayos Bárbaros, Editorial Círculo de Tiza), dedicado a este ensayista, naturalista, filósofo, maestro de escuela y fabricante de lápices.
Lo que Thoreau hizo fue tocar con sus manos la belleza, la epidermis de la sencillez, la esencia de los días y las noches a cielo descubierto, con Venus parpadeando en solitario sobre los caminos vacíos. Fue ante todo un habitante de la naturaleza. No en vano se nombró inspector de tormentas de nieve y lluvia, y agrimensor de senderos en el bosque y de terrenos abiertos. Porque a Thoreau le gustaba la naturaleza sin vallas, sin muros, sin lindes, le gustaba la vida sin acotaciones, sin límites.
Una casa con sus manos
A finales de marzo de 1845 pidió prestada un hacha y se marchó al bosque para construirse con sus propias manos una casa. «Es difícil empezar sin pedir prestado, pero quizá ésta es la forma más generosa de permitir que el otro tenga interés en vuestra empresa». Allí, con material de una choza de un tal James Collins, armó la estructura de su casa y, varios meses después, el 4 de julio de ese mismo año, día en el que se celebra la independencia de los Estados Unidos, dejó la casa familiar y se instaló en plena naturaleza. “Mi mobiliario estaba formado por una cama, una mesa, un pupitre, tres sillas, un espejo de tres pulgadas de diámetro, un par de tenazas y morillos, una olla, una cacerola, una sartén, un cazo, una palangana, dos cuchillos y tenedores, tres platos, una taza, una cuchara, una jarra para el aceite, otra para la melaza y una lámpara lacada».
Ensayos políticos
Además de llevar una vida sobria, Thoreau dejó ensayos políticos sobre el espíritu comercial de los tiempos modernos, la justicia, la esclavitud en Massachusetts, unos artículos que convendría hoy leer ante los tiempos de incertidumbre por los que atraviesa España. «Un Gobierno, en el mejor de los casos, no es más que un recurso, una conveniencia, pero la mayoría de los Gobiernos suelen ser –y todos lo son sin excepción en determinadas ocasiones- una inconveniencia», dice en Desobediencia (Errata Naturae), la antología que recoge estos escritos sobre política, al tiempo que apostilla: «Yo no nací para ser sometido. Seguiré mi propio camino. Ya veremos quién es más fuerte».
Se negó a pagar impuestos. Dejó frases que habría que llevar guardadas en los bolsillos, junto a la cartera, las pastillas para aplacar los nervios y las llaves: «El costo de una cosa es la cantidad de vida que hay que dar a cambio de ella». Murió joven y dejó tras de sí una estela literaria incandescente, de plena vigencia, unos escritos para que no olvidemos reflexionar un solo instante, para que no olvidemos salir de la ceguera, para que nos forjemos nuestras opiniones, y encaremos el horizonte con perspectiva, despojados de prejuicios, con la libertad y autonomía que nos da nuestro propio pensamiento.
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