Tras la agradable lectura que supuso Miami Blues, de Charles Willeford, en Sajalín han editado la que quizá sea la novela más celebrada de su autor. Puede que las peleas de gallos sean una de las cosas que menos me interesan del mundo, pero me interesa mucho este escritor y, tal y como esperaba, Willeford reconstruye un mundo en el que lo que de verdad nos interesa es su personaje central, y no quién gane o pierda cada lucha de aves. En el fondo, la novela no es muy distinta de otras historias sobre deportes como el boxeo, la lucha libre o las carreras de caballos: hay hombres obsesionados con ganar campeonatos, hombres cuyo máximo cometido es que no los dobleguen ni a ellos ni a sus combatientes (sean gallos o boxeadores), y un entorno machista y salvaje en el que casi siempre las mujeres quedan fuera (en parte porque ellas son lo bastante listas para no acudir a escaramuzas donde dos gallos se despellejan hasta la muerte).
Lo más interesante del libro, aparte de ese entorno que recuerda bastante a las películas de Sam Peckinpah (aunque en la novela no suele haber armas), es el narrador: Frank Mansfield, el gallero que nos cuenta sus andanzas para hacer dinero y triunfar en las peleas y sacar tajada de las apuestas ilegales. Frank lleva 3 años sin hablar porque, tras perder el Premio al Gallero del Año, se prometió a sí mismo que no volvería a proferir una palabra hasta que consiguiera dicho mérito. La promesa de silencio y sus continuas recaídas (como buen apostador, sabe que a veces uno se la juega y pierde todo, hasta el techo y la camisa, y debe empezar desde cero) convierten al personaje en un tipo frío, malhumorado, sin escrúpulos y sin compasión por los gallos que entrena. El retrato más certero del narrador lo esboza una mujer, al final del libro: le canta las 40 y le dice las verdades como sólo ellas saben hacerlo.
Charles Willeford sabía recrear esos paisajes sureños, pródigos en violencia y en comportamientos censurables, con la habilidad con que también lo hicieron otros autores por los que sentimos pasión, como Harry Crews o Larry Brown. Un extracto:
Tiene gracia. Uno puede hacerle una promesa a su Dios y romperla cinco minutos después sin pararse a pensar en ello nunca más. Uno puede faltar también a promesas solemnes hechas a su madre, esposa o ser más querido con un indolente encogimiento de hombros y, salvo por una punzada de mala conciencia leve y momentánea, tampoco preocuparse demasiado. Pero si alguna vez uno rompe una promesa consigo mismo, se desintegra. Toda su personalidad y carácter se hacen pedazos, y nunca vuelve a ser el mismo.
[Sajalín Editores. Traducción de Güido Sender]