Aún estoy limpiando estas manos manchadas de tanto cavar. Ten paciencia conmigo, ya sé que dije que te escribiría y, mientras lo decía, estaba desempolvando la mochila del armario con la frágil resolución sólo de abrir mi casa todavía en las maletas. Consumar la deserción, cultivar todo el entusiasmo en la total abstinencia de las cosas que me cercaban a ella. Ya pasó ese mes de abril y créeme, ni esa manida estrofa del poeta Eliot podía diseccionar el desamparo y la desazón de tanto aguacero, dolor de estómago.
Ayer subiste ese poema mío que dijiste que te gustaba, aquella canción de cuna para un río y que no es otra cosa que un puñado de versos usureros y tramposos que intentaban hablar de ella, sin ella. Decirte que en febrero pude leerle el poema, frente a frente. Y febrero se convirtió en un mes menos difícil. El poema cumplió su deber, Orfeo saltó rugiendo como una fiera y puso a la vida contra las cuerdas. Pero nada permanece, hermano, todo huye hacia su exacto final de tierra calcinada. Y quizás debiera ser así. Antes o después la ruina es el final de toda arquitectura. Lo contrario a pelear es estar sentado en la orilla de una playa del Ártico esperando a que la marea te traiga un pedazo de placer residual.
Nada que merezca la pena es fácil. Intenté envasar la lluvia y fracasé. Eso es todo.
Más tarde, la desolación fue el inicio de otro combate, más sucio y rastrero. Racimos de fiebre, licores amargos que ensordecían a estas vísceras que no dejaban de temblar.
El tuétano de 2015 se ha hospedado bajo mis uñas. La epidermis de varios cuerpos se superpone en un conglomerado de vértigo y vacío. Saqueé y fui saqueado. De aquellas incursiones nacieron un puñado de mediocres poemas que tengo pensado arreglar y mandártelos .
Pero ya he abierto las ventanas hermano y estoy filtrando mucho humo y pánico.
Durante estos meses, en los que te dije que te escribiría, atravesé media Europa a nado. Pensé que antes de limpiar mis manos debía ensuciarme los pies. ¿Recuerdas aquel mensaje que te mandé desde un tren destartalado mientras atravesaba los Cárpatos?.
Hoy, sin ir más lejos, vi una lengua de fuego cuando asomé las narices, eras tú. Me hablabas con ese idioma tan tuyo que se parece al silencio de una calle que precede al crimen. Tus versos de incendiario, de viejo bucanero que parte en dos al mar. Vi también las uñas de Lila, escarbando en nuestras conciencias, te juro que creo que intuí lobos bajo ellas, y bisturís y brechas por donde se precipitaba el pensamiento… Y la Jefa (Julia ) estaba en la fragua golpeando yunques ardientes y creando esas llamas tan apaches cuya ceremonia solamente ella conoce. Tensando y destensando tendones y músculos. Abriéndose en canal para nosotros.
Me gusta pensar que hubo un extraño momento en nuestras vidas que volvió saladas nuestras venas y que por ello nuestra sangre huele a mar.
Quiero decirte que un músico callejero que me mira detrás de los visillos se ha colado por una brecha de mi ventana. Ahora consumimos juntos la noche apurando botellas de vino y abrimos nuestro bestiario para aullarnos de forma inconexa cuando en la boca se arrodillan las palabras y ya no queda vino y la lengua se vuelve pastosa. Yo le aseguro que tengo la patología de un gato suicida que desconoce el impacto de las alturas y siempre seguirá arrojándose detrás de cada emoción sin calibrar el daño de la caída, entonces, él, Francisco, deja la cerveza sobre la mesa y afina un violín roto. Hace ya más de una década que con su música, a diario, me sana.
Estoy abriendo las ventanas, en mis pies aún rezuman Bélgica, Francia, el frío de Polonia, el frío de dentro y fuera, la soledad de los Cárpatos.
Escribí un puñado de poemas ingenuos que pretendieron ofrecer danza, puentes y música a personas acatarradas. Pero la orquesta siempre tocaba la canción equivocada. Arquitectura efímera…Cuando me sacaron a bailar pronto perdí el paso y cuando yo cogí la mano de alguna, ella dejó de oír la música.
Desde Paris, Fouad sigue abriéndome canales y construyendo puertos en el Sena, quemando los mapas. Constante aguacero de largas calles por las que veíamos desmayarse la vida tras los cristales de algún bistro del Latin Quartier. La última vez que nos abrazamos fue en Toulouse. Yo regresé a Granada y mi hermano quedó mordiendo la pólvora de la noche más oscura de noviembre. Lo extraño, él lo sabe y procuro recordárselo cada día.
De Bélgica me llegan los acordes de Ramón manchando de blues y arañazos los pluviómetros y pienso, cuando la pena se despeña por los acantilados, que el barrio del matonge sería un buen refugio para estar emborrachándonos junto a la tropa bruselina.
No sé me ocurre que más contarte a día de hoy, 29 de diciembre, bajo un sol helado granadino. Es raro el sol invernal en mi ciudad, ¿sabes?, es ese gran sol que brilla intenso pero no calienta… todo lo que quiero decirte lo haré en una cantina barcelonesa mientras nos refugiamos de algo que aún desconocemos.
Solo me queda decirte que hay demasiada gente en las calles que no sabe tragar fuego y que fingen creer que la vida no quema. Guárdate de esas personas. Tú y yo sabemos que los corsarios y los galeones de espléndidos tesoros sumergidos existen. No te rindas, escupe el polvo si te estrangula. Cambia de nombre si es preciso, yo lo hecho una decena de veces. Te llamaré Quetzalcóatl; serpiente hermosa o Henry Every, aquel viejo bucanero que se retiró sin ser jamás capturado...
Huye de la mercadería y de la gente con ojos de plástico y corazones tuertos.
Solamente envejecen aquellas personas que abandonan la partida y se resignan.
Tú y yo sabemos que no tenemos cura porque las personas que atravesaron el fuego jamás se desprenden de su calor.
Cuídate. Conserva la furia y tu lengua de fuego. Yo continúo abriendo las ventanas.
Te quiere, con río y trompeta, y es siempre tuyo;
Jorge J. Molina.