Svetlana y Umbral, dolor en la neblina

Svetlana Alexievich duele. Línea a línea. Es un dolor que se queda retumbando con brusquedad a tu lado. Que penetra por los ojos y te retuerce, te acelera el pulso y te incendia el rictus. O te apaga de un plumazo la sonrisa y te llena la cabeza de voces, de un coro de monólogos, de personas que un buen día, sin aviso, se ven perdidas, se ven subidas a la noria fría de la nada, a la rueda del mundo que no para de dar vueltas, que no para de enredar los hilos de la historia.

Svetlana Alexievich es literatura que se guarda. Literatura a la que se vuelve. Literatura que se palpa. Crónica literaria de las emociones, de lo humano, de la guerra, de Chernóbil… «¡Lo quería tanto! Aún no sabía cuánto lo quería! Justo nos acabábamos de casar…Aún no nos habíamos saciado el uno del otro…Vamos por la calle. Él me coge en brazos y se pone a dar vueltas. Y me besa, me besa. Y la gente que pasa, ríe…», escribe en las primeras páginas de Voces de Chernóbil, donde ya se percibe lo insoportable, donde Svetlana se aparta y deja que salgan los ecos de la voz humana. Los gritos íntimos, solitarios.

No sé si Svetlana es una excéntrica. Es obvio que su biografía en nada se parece, por ejemplo, a esos artistas peculiares, raros, como Félicien Marboeuf, ágrafo del dandismo, al que el crítico Jules Lemaître definió como el más grande de los escritores que nunca escribieron, o a Clément Cadou, que decía: «Es que me siento un mueble y los muebles, que yo sepa, no escriben».

No, Svetlana no es una excéntrica, pero lo que sí parece una pura excentricidad es que una periodista bielorrusa, que una cronista literaria gane el Premio Nobel. No estamos acostumbrados a tanto. A sorpresas de este calibre en una profesión tan devaluada, a una vocación lejana, de años inciertos, dudosos, días y noches de melódica nostalgia.

Y quizá sea la rareza de recibir ese galardón la que le acomode en este espacio, que regresa cada catorce días, el mismo lapso de tiempo que Liudmila Ignatenko, esposa de uno de los bomberos fallecidos tras su intervención en la central de Chernóbil –de cuya catástrofe se cumple el próximo mes de abril tres décadas– señala como el periodo en que un enfermo con una dolencia aguda de tipo radiactivo fallece. Durante este ciclo clínico el paciente se descompone. «Cualquier costurita era una herida en su piel. Me corté las uñas hasta hacerme sangre para no herirlo».

Hay instantes en la escritura de Svetlana que te detienen en seco. Te nublan. Momentos en los que no puedes hacer otra cosa que levantar la cabeza y mirar al frente. A esos olivos que brillan en la mañana. Que siguen en pie, impasibles, flotando aún entre capas de hormigón y destrozo. Tanta estulticia galopando sin respiro en un entorno ruidoso, de contaminación invisible. «¿Acaso alguien puede ver un árbol y no ser feliz?», se pregunta Dostoievski. Mirar los olivares parece que es ya de las pocas cosas que pueden tener algún sentido, además de leer, amar, Praga o escuchar a los tres tenores (y a Zubin Mehta).

Es aquí donde las historias se entrecruzan. Es aquí donde surge un alarido, un llanto escrito en la lejanía, un sollozo feroz que emana a chorros de la caverna del tiempo. Habla Arkadi Pávlovich, médico rural, al que de madrugada sacan de la cama con dirección al vacío. Allí, una madre, de rodillas, junto a una cama, ve como su hijo se está muriendo: «Quería, hijito, que si esto ocurría, que fuera en verano. En verano hace calor, hay flores, la tierra está blanda. Ahora es invierno. Espera aunque sea hasta la primavera…».

Es aquí donde me acuerdo del otro niño. El niño del columnista. Del escritor total. Del poeta dandi, excéntrico, provocador, de bufanda larga que roza el suelo de Madrid. Me acuerdo al leer de este hijito, de este niño del libro de Svetlana del otro niño, del niño de Paco Umbral, al que mece en una elegía de palabras, con ternura y desgarro, en un llanto roto que no se va, que no se acaba, que no tiene nombre. «Dormir al niño, dormir al niño en la mecedora, ea, ea mi niño, ea. El vaivén de la mecedora, el vaivén oscuro, madera sobre madera, la mecedora en la sombra, con brazos de mullido y bamboleo de la madera sobre el parquet, como un trino, como una barca en el agua. Ea, mi niño, ea. Las gentes, el olor a la oficina en las manos, las señales de la calle, las cicatrices de ceniza y humo, las manos curtidas de otras manos, curtidas de dinero, saludos, compra-ventas, teléfonos, mecanografía», escribe o llora Umbral en Mortal y rosa, del que se han cumplido en 2015 cuarenta años desde su publicación. «Te escribo, hijo, desde otra muerte, que no es la tuya. Desde mi muerte. Porque lo más desolador es que ni en la muerte nos encontraremos. Cada cual se queda en su muerte, para siempre. La muerte es distancia, sólo distancia. Y sólo de mí puedes vivir ahora, de tanto como en mí habitaste, hijo. Y sólo de ti puedo vivir. Sólo está vivo de mí lo que está vivo de ti: el recuerdo. Sólo vivo, estando vivo, en lo que tú vives, estando muerto».

Así vivirá Umbral, herido de muerte, herido del hijo. Doliente. Entre amaneceres con intermitencia de luz y sombra. Veranos tan grises como tardes de diciembre. Labios temblando en el sueño, en el páramo imposible. En la duermevela de la mecedora, en el balanceo incurable del fracaso y la vida. «Estoy aquí, transitando la ausencia de un niño, pulsando la soledad, y me siento gigantesco y melancólico en el mundo menudo que él ha dejado. La melancolía de los gigantes, sí, me invade a los pies de lo pequeño, y quiero que el niño vuelva para que le vaya dando cuerda, desordenadamente, al reloj-búho y a todas las cosas que, a su paso, se llenan de ojos y reojos, le miran y hacen tic-tac».

Pronto termina el año. Cada año que se acaba es como un hachazo en el mar de hielo que llevamos dentro (Kafka). Es un empujón más hacia el filo resbaladizo de lo incierto. Son días de listas y repasos. De alegría concentrada. Y en esta excentricidad de seguir viviendo, de seguir durmiendo y despertando como por azar, quería terminar bailando, sin pisarle los pies, con el periodismo literario de Svetlana, con la prosa desbordante de Umbral, por si de pronto mañana no vuelvo, y me hago pequeño entre los pliegues del tiempo irreversible, por si me hago sin querer silencio y ceniza blanca, aire de acantilado, espuma olvidada y pasajera.

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