Vila-Matas, shandy infatigable


Comencemos por el final. O por un punto lo más alejado del principio. Comencemos por el futuro. «He venido a hablarles del futuro. Y está claro que, como me autoimpongo el tema yo mismo, busco complicarme la vida. Nada que me sorprenda demasiado. Así he venido trabajando estos años, trabajando en libros difíciles que llevaba lo más lejos posible, hasta sus límites; libros que, al publicarlos, se convertían en callejones sin salida, porque no se veía qué podía hacer ya después de ellos. Pero yo esto lo hacía de un modo consciente, porque era a ese punto al que yo quería llegar», dijo hace unos días Enrique Vila-Matas, durante la recepción del Premio FIL (antiguo Rulfo) en Guadalajara, México.

Esto que acabo de escribir es solo un mcguffin, una manera de empezar, una forma cualquiera de avanzar (tiene que ser el fin del mundo si avanzamos). Un modo alegre, voluble, chiflado, un modo shandy de enredarme, de llegar también a un callejón sin salida, a un territorio literario de galerías interconectadas que se bifurcan sin descanso, que se multiplican a cada instante en cualquier dirección.

Vila-Matas llegó después. Despacio. A su manera. Llegó con una caja-maleta literaria, portátil, original, arriesgada, portentosa. Era 1985. Había publicado ya algunos libros de estética lúdica. El primero, En un lugar solitario, lo escribió en un colmado, tras hacerse pasar por loco durante el servicio militar en Melilla. «Una mañana me levanté con la idea de hacerme pasar por loco y tratar de que me expulsaran del ejército. Tomé una botella entera de coñac a las siete de la mañana y la mezclé con kif –marihuana marroquí– y unas anfetaminas: una combinación diabólica. A la ocho y media de la mañana, cuando estaba en formación militar, rompí filas y tiré la escopeta al aire. Fui internado como loco en el Hospital Militar de la ciudad y allí estuve en observación durante unos veinte días».

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Ilustración de J.M. Castillo sobre Vila-Matas.

Sí, Vila-Matas llegó para quedarse a mitad de los ochenta, con una poética peculiar con la que comenzaba a resquebrajar las acomodadas y repetitivas estructuras narrativas de la época, profundamente marcadas por el realismo imperante.

Con Historia abreviada de la literatura portátil, de la que acaba de cumplirse tres décadas desde su publicación, el escritor catalán, que conocería el éxito antes en México o Francia que en España, comenzó a fraguar un universo literario en continua exploración, una estética y una escritura infatigable que siempre va más allá de lo previsible, donde se diluyen las líneas divisorias entre los géneros literarios y donde el lector siempre tiene la sospecha de estar experimentando una literatura nueva que camina hacia su propia esencia, una poética que antepone el estilo a la trama y que está atravesada por el humor, un rasgo característico de cualquier buen excéntrico. Estamos ante una obra en la que todo parece verdad y mentira al mismo tiempo. Autobiográfico y ficticio. También la verdad se inventa, decía Machado.

Y este año que ahora casi termina, no es sólo el del aniversario de este libro fundacional en la intensa producción vilamatiana (su trayectoria se inició en 1968 en Fotogramas donde escribía críticas de cine o la sección de rumores Oído en Bocaccio y durante la cual ha publicado unos cuarenta títulos) sino también el de otros dos trabajos capitales en su obra: Bartleby y compañía (Anagrama), que apareció en 2000, y Doctor Pasavento (también en Anagrama), cuya primera edición tuvo lugar hace justo ahora diez años.

Enrique Vila-Matas, cuyos apellidos y nombre leídos al revés dicen Satam Alive, indaga en Bartleby y compañía sobre las causas por la que una serie de escritores y artistas dejaron un buen día la escritura y se dedicaron a otra cosa. Por medio del oficinista Marcelo, Vila-Matas confecciona un cuaderno de notas a pie de página sobre los bartlebys, seres en los que habita una profunda e incansable negación del mundo. Precisamente sobre Duchamp, el soltero del arte con el que abríamos hace unos meses esta sección de Excéntricos ejemplares, asegura: «La vida de Duchamp fue su mejor obra de arte. Dejó muy pronto la pintura e inició una atrevida aventura en la que el arte se concebía, ante todo, como una cosa mentale, en el espíritu de Leonardo da Vinci. Quiso siempre colocar el arte al servicio de la mente y fue precisamente ese deseo –animado por su particular uso del lenguaje, el azar, la óptica, las películas y, por encima de todo, por sus célebres ready-mades– lo que socavó sigilosamente quinientos años de arte occidental hasta transformarlo por completo».

En cuanto a Doctor Pasavento, una de las primeras estudiosas del autor de París no se acaba nunca, Cristina Oñoro, señala en su tesis doctoral El universo literario de Enrique Vila-Matas: «Con el nacimiento de Pasavento se resuelve, pues, la paradoja: dado que es imposible desaparecer del todo (siempre quedan las ruinas como testimonio de que nada puede desaparecer absolutamente), la solución es inventar un personaje que al nacer (aparecer) ya ha desaparecido: un paseante, uno que pasa. Este sujeto, Pasavento, que recién aparecido ya ha desaparecido no hay que situarlo más allá del sujeto moderno».

Cuando se entra en el mundo de Vila-Matas ya no se sale. Se da un paso. Luego otro. Y solo quieres seguir. Despacio. Hacia ese futuro. Sea lo que sea. «Me gustaría escribir alzándome sobre la pesada vida terrestre. Pero en caso de lograrlo, ¿coincidirían mis itinerarios con los trayectos nocturnos que sospecho que seguirá la novela en el futuro?», dice. Vila Matas, shandy infatigable. Escritor total. Excéntrico infinito. Y muy vivo.

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