No escribir nada. O solo un puñado de cartas, la mayoría enviadas desde la guerra. Desde las entrañas y el cuarto oscuro de la Primera Guerra Mundial. Una correspondencia tan breve como una postdata. Apenas quince cartas escritas bajo una lluvia de proyectiles barométricos y obuses que gritan sobre el horror del mundo. Misivas inflamadas de un delirio que ciega y tritura la razón como carne recién picada.
Aparte de eso nada. Ni diarios. Ni libros. Ni artículos en prensa. Y sin embargo este exiguo material epistolar es más que suficiente para que el nombre de Jacques Vaché (Lorient, 1895-Nantes, 1919) haya quedado ligado a la literatura como el escritor que inspiró el surrealismo e influyó decididamente en André Breton, que aglutinó algunas de estas misivas en un libro póstumo que llevaría por título Cartas de guerra (1919).
Diez de estas cartas y algunos dibujos están dirigidos al propio Breton. Cuatro a su epígono Theodore Fraenkel y una a Louis Aragon. Son textos divertidos, extraños, locos, reveladores, como si no lo estuviera pasando del todo mal. «Vaché fue un escritor en tiempos de guerra, no un guerrero escritor. Hacer la guerra es una actividad a priori exclusiva. Los únicos pasatiempos son las técnicas de supervivencia. Las cartas de guerra son, por lo tanto, mensajes desde ese lugar donde la literatura no puede escribirse, donde le está prohibido prosperar», dice Jean-Yves Jouannais en un libro titulado Artistas sin obra. I would prefer not to” (1997).
Precisamente, Ricardo Piglia había señalado, muchos antes, en su obra Respiración artificial (1980), que la correspondencia era un género perverso, puesto que necesitaba la distancia y la ausencia para prosperar y que solamente en las novelas epistolares, la gente se escribía estando cerca, incluso viviendo bajo el mismo techo se mandaban cartas en lugar de conversar, algo que nos recuerda a la vida de hoy, donde por decirlo al modo de Henry David Thoreau, otro excéntrico ejemplar, «los hombres se han convertido en las herramientas de sus herramientas», puesto que avanzamos por el filo del mundo con la cara iluminada por la pantalla de un móvil y olvidamos la proximidad de la palabra, en un continuo vuelo vitriólico hacia el vacío de nosotros mismos.
Ser un escritor casi sin obra es el colmo de la excentricidad. Vaché es un joven extraño, herido de guerra en una pierna, que conoce a Breton en un hospital de Nantes en 1915. «Vaché es surrealista en mí», dice André en su Manifiesto.
Pero aclaremos: Vaché es un excéntrico al contrario que Breton. Su obra, su estilo o su final trágico lo convierten en un escritor de lo excéntrico como Sterne, Gombrowiz, Monterroso o Roussel. Sí, inspira el surrealismo, pero no forma parte de ningún grupo, no lleva la vida de un vanguardista.
Un excéntrico, siguiendo la teoría del escritor mexicano Sergio Pitol, es lo contrario a un vanguardista. Según el autor de El arte de la fuga, los excéntricos están dispersos en el universo casi siempre sin siquiera conocerse y escriben de forma instintiva. «Su mundo es único y de ahí que la forma y el tema sean diferentes. Las vanguardias tienden a ser ásperas, severas, moralistas; pueden proclamar el desorden, pero al mismo tiempo convierten ese desorden en algo programático. Les encantan los juicios; son fiscales», dice en el artículo titulado Los excéntricos son diferentes a los vanguardistas.
Vaché ha fascinado desde siempre a otros escritores. El barcelonés Enrique Vila-Matas recuerda el aire fresco que supuso, en la década de los años 70, la aparición en España de las cartas de Vaché, cuando ciudades como Barcelona eran, para el autor de Marienbad Électrique, un lugar monótono, gris, necesitado de buenas noticias, de grandes alegrías.
De personajes como Vaché está repleto el universo vilamatiano. Si uno se detiene en una de las obras clave en la incesante producción del escritor, como es Historia abreviada de la literatura portátil (1985), si uno se para a disfrutar de ese libro ligero y portátil como la maleta-escritorio con la que Paul Morand recorría en trenes de lujo la iluminada Europa nocturna, encontrará a otros Vaché, como Jacques Rigaut, artista sin apenas mucha obra, también suicida, que dejó para la literatura su Agencia general del suicidio, donde ofrecía a los clientes diferentes tarifas: veneno a 100 francos, inmersión a 50 francos, muerte perfumada a 500, ahorcamiento a 5, con un suplemento de 20 francos por metro de soga…
Rigaut se quitará la vida con un disparo en el corazón mientras que Jacques Vaché reservará habitación a comienzos de 1919 en el Hotel de France y se suicidará tomando opio con otros amigos.
En Vida de Santos (Editorial Círculo de Tiza), libro de semblanzas y perfiles publicado esta misma semana por el periodista Antonio Lucas, se describe así el final del escritor francés: «La pipa de fumar, junto a la cama. En la mesilla, cigarrillos egipcios. Un cuchillo con rastros de droga. Un bote vacío. Se zampó 40 gramos de opio en un solo asalto psiconáutico. Moriré cuando quiera morir…Pero entonces moriré con alguien. Morir solo es demasiado aburrido. Y preferentemente con alguno de mis mejores amigos, escribió».
Tenía solo 23 años y forma parte de la larga nómina de escritores y artistas que no escribieron casi nada y que eligieron la puerta de atrás del suicidio para salir del mundo. Sus cartas y su vida breve fueron su única y verdadera obra de arte.
Muere terriblemente joven este Vaché, que con tan solo 16 años había fundado una revista, donde proclamaba su libertad, la bandera de su independencia, su forma de pasar por el alambre incierto de los días. Sí, vive rápido y deja un cadáver exquisito, malogrando su enorme talento, como pasa con todos esos escritores que precipitaron su marcha, que se dieron prisa por morir, eligiendo todos los métodos que tenían a su alcance: una ventana, cianuro, barbitúricos, piedras en los bolsillos, medias de seda, una bolsa de plástico, las vías de un tren, el gas de un horno, el tubo de escape de un coche o un disparo atronador?
Vaché sigue deslumbrando cien años después. Su estela no se apaga sino que sigue rasgando con fuerza el cielo de la literatura. Y todo por un puñado de exquisitas cartas. ¡Bendita excentridad!
Publicado en la Opinión de Málaga