El desfile militar del 12-O me transporta a los días de verano en La Seu d’Urgell, junto a mis abuelos y el gato Miski, cuando los reclutas que estaban cumpliendo el servicio militar marchaban por el centro de la avenida Saloria de camino al cuartel de Castellciutat, después de un ejercicio matutino. Su presencia se anunciaba minutos antes con el rumor lejano que sus botas provocaban en el asfalto.
Era la señal para tomar posiciones en la terraza y, camuflado entre macetas, espiar a aquellos hombres –ahora sé que eran apenas unos niños- que con sus uniformes verdes y metralletas, sonrientes y simpáticos, me parecían héroes de leyenda. Duros guerreros como los protagonistas de las Hazañas Bélicas, un tebeo que coleccioné durante mucho tiempo, y los soldados de las películas –Los doce del patíbulo, Los cañones de Navarone..- que pedía a mi padre que alquilara los sábados por la tarde en el videoclub de Balmes. Por aquellos años, coleccionaba también numerosos soldados de plástico, de diferentes épocas y nacionalidades, que los enfrentaba en batallas que duraban todo el fin de semana. Mi ardor guerrero se vino abajo, sin embargo, cuando aún menor de edad recibí la carta del ministerio de Defensa recordándome mis obligaciones patrias.
La prorroga de estudios y la posterior decisión del presidente Aznar de suprimir el servicio militar obligatorio me libraron de la “puta mili”. Aún así, cuando el 12-0 veo desfilar al ejercito en Madrid, me embarga la nostalgia y los recuerdos de aquellos días en los que observaba, emocionado, a los reclutas de la Seu d’Urgell.
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