No se ha despegado de Los diarios de Emilio Renzi desde que se publicaran el pasado mes de septiembre. “Tienen el poder que sólo tienen los grandes libros: se transforman en parte de tu vida”. La periodista argentina y editora de la Revista Gatopardo, Leila Guerriero (1967, Junín, provincia de Buenos Aires), ejerce el periodismo desde 1992, cuando comenzó en la Revista Página/30 publicando una investigación sobre el caos circulatorio de la ciudad de Buenos Aires. Antes había sido una escritora compulsiva de ficción, “que me dio la vocación de la escritura”. En su infancia y en su adolescencia escribía cuentos en cuadernos y hojas sueltas, mientras su padre le leía fragmentos de libros de Bradbury o Poe.
Leila dice que escribe para entender el mundo. Cree que el periodismo narrativo se construye sobre el arte de mirar y que este bebe de otros textos periodísticos de calidad publicados antes y, sobre todo, de la literatura de ficción, el cómic, el cine, la fotografía o la poesía, pero sin caer nunca en el recurso de la invención. Ese, por tanto, sería el principal límite, la línea fronteriza entre lo periodístico y lo ficcional que no hay nunca que cruzar.
Guerriero asegura que un periodista puede aprender más leyendo a John Irving o viendo una película de Terrence Malick que en un manual de periodismo o que en talleres de escritura periodística. Estudió en la universidad una profesión que nunca desempeñó. Aprendió el periodismo leyendo, escribiendo, con paciencia y precisión, con la insistencia como método.
La autora de Los suicidas del fin del mundo (2005) y Zona de obras, una recopilación de textos periodísticos publicados en España por la editorial Círculo de Tiza hace justo un año y que ha visto la luz recientemente en Colombia y México con el sello de Anagrama (en Argentina saldrá en noviembre), escribe todos los miércoles una columna en la contraportada de El País, y también en otras revistas y periódicos latinoamericanos de reconocida trayectoria. Acaba de participar en Medellín (Colombia), junto a Manuel Jabois, en las jornadas que se celebran en torno a la entrega de los Premios Gabriel García Márquez.
A Leila no sólo le importa lo que cuenta una historia sino especialmente la forma en que se cuenta. Espera como periodista y también en su papel de editora que una historia tenga cuatro partes, en el sentido del que hablaba el escritor argentino Rodrigo Fresán: comienzo, medio, final y deslúmbrame.
Sus palabras, su forma de entender el periodismo y la vida, su sensibilidad estilística, dejan siempre una enorme huella en los lectores, que se acercan a su escritura buscando un poco de luz ante una realidad sobrecargada de infinita oscuridad y espesura.
¿Cuáles son las miserias y las sombras de la realidad que más le cuesta contar?
Todo es difícil. Cuando algo resulta fácil, uno tiende a sospechar. Una vez, en una columna de Javier Cercas, leí una frase fabulosa de un crítico alemán cuyo nombre se me escapa. Ese crítico –a quien Cercas citaba- decía algo así como que un escritor es simplemente alguien a quien escribir le resulta mucho más difícil que a las demás personas. Yo escribo no ficción, pero podría poner mi firma al pie de esa frase. No sé si lo logro, pero siempre intento que mi mirada sobre la realidad no resulte ramplona, reduccionista, prejuiciosa, arbitraria. Y que esa mirada se refleje en un texto que resulte claro, que interpele a un lector y lo llene de preguntas sin que resulte confuso. Tratar de hacer esas cosas no me resulta fácil nunca.
Fogwill afirmaba que se escribe para no ser escrito y Beckett aseguraba que escribía porque no sabía hacer otra cosa. ¿Para qué se escribe, para expresar nuestra insatisfacción, nuestra incomodidad en el mundo?
Juan José Millás dijo hace unos años, cuando le preguntaron por qué escribía, “Escribo por las mismas razones que leo, porque no me encuentro bien”. Me parece una frase estupenda, llena de insolencia y de furia, genuina y muy sabia. Por mi parte, agregaría que, además, escribo para entender. Si no escribo empiezo a sentirme mal, y el mundo se licúa, pierde consistencia.
Vila-Matas decía con humor que no sabía que para ser escritor había que escribir, y que además había que escribir como mínimo muy bien. ¿Cómo cree que es hoy la calidad de la escritura periodística?
No hay manera de responder esta pregunta sin hacer una generalización burda. La calidad es variada. En todos los países hay buenos y malos periodistas, buenos y malos medios de comunicación. Algunos de los periodistas que más me gustan están vivos y escribiendo en este momento. Batir el parche del pesimismo es fácil y hasta eficazmente demagógico, pero ¿cuántas veces en la vida sucede eso: que uno resulta contemporáneo de un grupo de gente que, en diversas lenguas y en distintos países, ejerce el mismo oficio que uno pero de manera excelsa, admirable? No son miles, no son cientos. Pero ahí están.
¿Cómo ha afectado al periodismo de los últimos años esa repetida expresión, ese oxímoron que dice que los lectores ya no leen?
Creo que esa frase, que muchos medios de comunicación han tomado como verdad revelada, ha puesto al lector en un sitio muy desafortunado: los medios ven a los lectores como si fueran unos seres casi lelos, a los que hay que darles información en grageas, de manera fácil y rápida, porque, si no, no la van a saber digerir. No se me ocurre mayor falta de respeto. El lector puede haber cambiado, pero creo que en muchas ocasiones se parte de la idea de que ha cambiado para mal, que se ha idiotizado. Y yo no creo que sea así.
¿Qué han significado para su estilo Martín Caparrós, Rodolfo Walsh, Truman Capote, Tom Wolfe o Gay Talese?
Caparrós fue y es una influencia muy grande, no sólo en términos formales, sino en la mirada y en la forma de ejercer el oficio. Siempre está moviéndose hacia un sitio inesperado, viendo cosas que nadie más logra ver con tanta claridad. Walsh fue una influencia posterior: leer la sequedad tan elegante y peligrosa de El violento oficio de escribir me dejó una marca importante. A los otros los siento más lejanos, aunque me gustan. Tom Wolfe un poco menos, porque su estilo me resulta demasiado artificioso y él es un narrador demasiado presente.
Desde aquel primer artículo que le publicaron sobre el caos de la circulación en Buenos Aires hasta el que ha aparecido esta semana en El País bajo el título ‘Piglia’ han pasado casi 25 años. ¿Qué análisis haría de este intenso periodo profesional?
No veo las cosas en esos términos. Uno puede escribir hoy una columna, un artículo, un libro que funcionen bien, y mañana rifárselo todo por tomar decisiones narrativas equivocadas. Cada cosa que se escribe es como si nunca se hubiera escrito antes. Siempre se está empezando desde cero. Y así es como me gusta verlo, y así es como lo hago, y así es como espero poder hacerlo siempre.
Por cierto, ¿qué sensación le han suscitado Los diarios de Emilio Renzi recién publicados por Anagrama?
Justamente la columna a la que te referís habla de eso. La respuesta a esta pregunta es esa columna. No me he despegado de los diarios de Piglia desde que me llegaron a las manos y, para mí, tienen el poder que sólo tienen los grandes libros: se transforman en parte de tu vida y empieza a resultarle inexplicable haber vivido tanto tiempo sin ellos.
Hasta los 21 años quería ser escritora de ficción. Sin embargo ahora no cambiaría una crónica o una columna por hacer una novela. ¿Qué le proporcionó en su día lo ficcional?
Me dio la vocación de la escritura. O la sospecha de que quería vivir escribiendo.
¿Cuándo siente que tiene un buen principio, un buen comienzo para avanzar en su crónica?
Cuando no es sólo un principio bonito sino un principio necesario.
¿Hemos perdido, por la velocidad que imprimen las nuevas tecnologías en lo cotidiano, nuestra capacidad de observar, de mirar las cosas con mayor detenimiento y precisión, nuestra curiosidad?
Cuando voy a un bar, o a una playa, o viajo en bus o en metro, y veo que el noventa por ciento de la gente, en vez de mirar lo que hay allí afuera, tiene la nariz enterrada en el celular, me digo que, en efecto, somos una generación muy curiosa. Lo que hace unos diez años hubiera generado todo tipo de paranoia –que medio mundo supiera todo el tiempo qué estaba haciendo la otra mitad- ahora es lo que todos aceptan mansamente. Pero no le echaría la culpa a la tecnología. La tecnología es maravillosa. Sólo potencia lo que uno tiene dentro: a veces eso que uno tiene dentro es una maravilla; otras veces eso que uno tiene dentro es pura indiferencia, o pura banalidad, o pura mediocridad.
Confeccionar un artículo le lleva de 20 días a un mes y medio, con jornadas de entre 15 y 16 horas, sin contar la etapa de investigación previa. ¿La paciencia, la disciplina y la insistencia son, entonces, su verdadera inspiración?
Inspiración es una palabra muy despreciada que a mí me gusta mucho. Creo en la inspiración, pero la inspiración es producto de todo lo que mencionás: disciplina, paciencia, insistencia. Hay que sentarse, y escribir, escribir, escribir. Antes o después, en algún momento, las cosas fluyen de manera más intensa, más densa, más brillante. Eso es la inspiración. Pero uno no puede esperar escribir siempre en ese estado, porque no escribiría más que una página cada tanto.
Para Leila Guerriero correr ayuda a escribir. Precisamente Murakami, al que se refiere en Zona de Obra para hablar de las influencias del jazz en el estilo del escritor japonés, tiene un libro bajo el título De qué hablo cuando hablo de correr, donde relaciona la escritura y este deporte. ¿Qué cosas se le ocurren cuando sale a correr que sin embargo no le llegan delante de una pantalla de ordenador?
Escribo mucho cuando corro. Se me han ocurrido principios de algunos artículos, se me han ocurrido finales, se me han ocurrido columnas enteras, ideas para conferencias, notas breves. Pero no siempre sucede eso. A veces, correr es simplemente correr.
En sus crónicas y en sus artículos son frecuentes las referencias al cine: Werner Herzog, Win Wenders o películas como Lawrence de Arabia, que vio de joven muchas veces, están muy presentes en su prosa. ¿En qué se parece una crónica a una buena película?
Se parece a un buen documental. Un buen artículo tiene voces en off, primeros planos, planos americanos, fundidos a negro, música, clima, atmósfera, un montaje que alterna escenas más estáticas con otras que no lo son tanto. Etcétera. Es exactamente igual, según lo veo.
De los innumerables trabajos periodísticos que hizo por todo el mundo, ¿cuál es el que, a pesar del tiempo, no se le va de la cabeza?
No pienso mi trabajo en esos términos. Me concentro más en lo que vendrá que en lo que pasó.
¿Quiénes somos si no leemos?
Si yo no leyera sería un ser perdido en la tiniebla. Pero me ofusca que se tome a la lectura como una suerte de frontera divisoria entre los que son supuestamente cultos y los que no: “vos leés, entonces sos culto; vos no leés, entonces sos una bestia”. Yo no creo que sea así. A mí me gusta leer, y creo que todo es mucho mejor si uno ha leído Madame Bovary o los diarios de Piglia. Pero estoy muy segura de que una señora a la que le guste la ópera debe pensar que todo es mucho mejor si uno ha asistido a representaciones de Madame Butterfly. Y a mí la ópera me aburre y no voy jamás. Creo que leer e ir al cine y escuchar música y etcétera nos hacen más sensibles, más comprensivos, más complejos, nos dan herramientas para entendernos mejor a nosotros mismos y al mundo. Pero esto de poner a la lectura como la vara con la que se mide el grado de inteligencia o sofisticación de la gente me parece atroz. Yo he hablado con señores y señoras que jamás habían leído un libro y que habían entendido cosas de la vida que yo jamás lograré entender.
Luis Reguero. Publicado en culturamas.es