Salvaje y lacandona

todos nos aferramos a algo:
lo hacemos como dominio tranquilo
o dócil caudal donde acudir
cuando el peso de la tristeza
nos cae como letal plomada sobre la sangre.

algunos se aferran a la seguridad de una laringe muda,
últimos vislumbres de juguetes rotos
y corazones enfermos,
hermosos navíos varados entre dunas.

otros se aferran a trenes de lejanía y acentos nuevos,
fotografías viejas rebozadas en ceniza,
abandonos culpables donde la esperanza
es tan sólo un enemigo más.

en mi caso,
me aferro a esta tristeza que me persigue como brillante día en las Afrodisias,
como ofrenda de serpiente que se enrosca en lo alto de mi cuello,
por la derrota,
en la barra de un bar que supura desgracias,
o sobre el desván de todas las orgías alenjandrinas.

no queda otra,
aferrarse a lugares donde los escombros y las sobras
son como lapiceros roídos que cuelgan de la boca,
calma tensa  de domingo y pretérito llanto 
donde condimentar la tarde eterna.
con 113 cafés
y el delicioso rubber ring de los Smiths
derivando en himno triste de los salvavidas.

me aferro a la inevitable soledad que impacta sobre mi cuerpo,
a la marihuana y al espacio que se crea
entre mi violencia y tu angustia,
al latir que se impone como reivindicación a toda desolación poética
y a la integridad que nos ofrece el desamparo.

me aferro a todo esto y más
porque sé que no volverás a repetirte,
porque sé que,
colocado y grosero,
cada vez que te escribo
me estoy aferrando a esta única existencia que traes,
esta maravillosa libertad que te otorgas
cada vez que manoseas mis noches
y decides,
salvaje y lacandona,
edificar montoncitos de amor
por cada uno de mis poemas.

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