Aquel lugar era un fiel reflejo de las diferencias sociales de la ciudad. Los clientes que comían allí representaban a los ciudadanos de primera clase. Blancos adinerados que habían hecho fortuna gracias a la industria cinematográfica o a ciertas inversiones en el sector petrolífero. Los camareros eran los ciudadanos de segunda clase. Blancos sin dinero que necesitaban agarrarse a cualquier empleo que les permitiera pagar el alquiler mientras soñaban desesperadamente con que su suerte cambiar algún día. Y los cocineros pertenecían a la tercera clase. Negros y mejicanos ocultos tras las puertas haciendo el trabajo duro y sin ninguna esperanza de que nada fuera a cambiar en sus vidas.
Comí algo rápido y volví a subir a mi despacho. Todavía me quedaban varios asuntos por resolver; y lo más importante; aún tenía pendiente conseguir al director y el reparto para Ciudad de Caníbales.
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Pensé en aquellos hombres. Crucificados en mitad de la nada. Condenados durante años. Trabajando de sol a sol por una miseria. Lo justo para llegar al día siguiente. Les chupaban hasta la última gota de sangre y luego escupían con desprecio sus cuerpos sin vida. Me fijé en sus caras. No parecían humanas. Habían perdido toda esperanza. Se habían resignado a aceptar su destino; una labor tediosa y sin sentido que les anulaba el cerebro, la voluntad y el alma. Era igual que morir minuto a minuto. Todos esos minutos que no podrían recuperar jamás. Viéndose arrojados día tras día al fondo de la trituradora. Sólo la muerte les libraría de su condena. En ocasiones yo me sentía exactamente igual. Poco después el tráfico volvió a la normalidad. Pisé el acelerador y traté de escapar; pero en realidad no sabía hacia dónde.
[Ediciones Lupercalia]