Quería ser invisible. Volverse minúsculo como un micrograma. Desaparecer como la nieve. Disolverse de pronto en la nada. Evaporarse en un paseo. Fragmentarse en mil pedazos imperceptibles. Sentirse, como el joven Jakob von Gunten, un perfecto cero a la izquierda.
Robert Walser quería no ser nadie. Un auténtico Don Nadie. Volverse un trazo débil y delicado, de fácil borrado. Un simple hombre silencioso que se aleja de los quehaceres propio de lo cotidiano, que se refugia en sus regiones interiores y se retira del desasosiego, como si intuyera antes que cualquiera, el sinsentido que supone vivir, como si se negara a seguir participando de la verdad demasiado horrible y absurda que es la existencia.
Walser renuncia a todo. A la escritura y a cualquier forma de vida que tuviera que ver con el éxito. Se aleja del tumulto, del bullicio, de las calles abiertas, luminosas y alegres que le generaban un estado de ánimo romántico-extravagante. Le horroriza todo lo que tenga que ver con el poder, con el afán inagotable de ser alguien o ser recordado. Y no espera ya nada. Permanece a solas con su soledad, su incertidumbre y su angustia, distanciado de cualquier tipo de obediencia cotidiana.
Tras más de treinta años dedicados a la literatura, el escritor suizo emprende un camino sin retorno, sin vuelta atrás. Abandona para siempre su cuarto de los escritos o de los espíritus, donde ha venido desarrollando una intensa obra novelística, autobiográfica y poética (Jakob von Gunten, El paseo, El Bandido, Historias de Amor…), y se interna en el manicomio suizo de Walsau a finales de los años 30, buscando la paz, los días tranquilos, la invisibilidad plena. Está aquejado de una enfermedad mental hereditaria o simplemente es la excusa adecuada para darle la espalda a todo y comenzar a extinguirse, como el que no ha pasado nunca por el mundo. Volver a ese estado enigmático y misterioso de antes de nacer, donde no hay lenguaje, ni recuerdos, ni presente, ni futuro.
Inicia en Walsau su extinción. Allí permanecerá tres años, para pasar luego otros 23, es decir, el resto de lo que le queda de vida, encerrado en el manicomio de Herisau, ubicado en Appenzell-AuBerrhoden, también en Suiza.
Su principal dedicación es ahora pasear, realizar largos paseos como un excursionista por los alrededores de si mismo, en constante fuga permanente. Un escritor que ya no escribe y se oscurece paso a paso. Cualquier cosa le resulta ajena. Una conversación. Una preocupación. Una incomodidad. Un problema. Es como si toda su vida anterior no hubiera existido o la hubiera mandado a un rincón perdido de la memoria.
Silencio y desaparición
La literatura está llena de escritores que de pronto un día guardan silencio y desaparecen, bien por voluntad propia, como Walser, o Rimbaud, que tras publicar su segundo libro con tan sólo 19 años, se lanzó a la aventura hasta el día de su muerte; o ajena, como el caso de Antoine de Saint-Exupéry, cuyo avión se perdió un día de verano de finales de 1944 en el Mar Mediterráneo. A otros, como Ambrose Bierce y Arthur Cravan, se les perdió la pista en México, un país donde Juan Rulfo dejó un buen día la literatura porque dos libros publicados le parecían más que suficiente o, como se le escuchó alguna vez decir, porque se le había muerto el tío Celerino que era el que le contaba las historias.
En El libro tachado (Editorial Turner Noema), el escritor argentino Patricio Pron aborda con minuciosidad los distintos procedimientos de desaparición y silenciamiento en la literatura, así como otras formas interesantes de disminución, falsificación, destrucción o sustracción en lo literario a lo largo de los siglos, tanto en el marco autoral como en el textual.
Precisamente, sobre Robert Walser, señala: “La disolución del yo que parece haber operado en su caso se manifiesta no sólo en el rechazo a continuar escribiendo y a seguir considerándose un escritor, sino también en la multiplicación de nombres que Walser se dio alguna vez y con los que firmó cartas o textos autobiográficos: Walserchen, Robertchen, Röbeli Wauser, Walser Röbi, Robert Wären Walser, Hundeli Robert Walser”.
“Yo vine a enloquecer”
Ya asentado en el manicomio de Herisau, Walser acepta recibir las visitas del escritor y crítico Carl Seeling. Harán largas caminatas hacia ninguna parte, que luego quedarán recogidas en un libro titulado Paseos con Robert Walser, escrito por el propio Seeling.
Walser y Seeling pasan muchas tardes juntos, de aquí para allá. En uno de esos paseos Seeling quiere conocer si en su intimidad extrema, en su habitación solitaria, su amigo sigue escribiendo, sigue haciendo literatura como antes de 1933, antes de su ingreso definitivo en aquellos manicomios.
Sí, Seeling insiste en saber si su amigo Walser sigue empuñando el lápiz y escribiendo, como hacía en los últimos años en la parte de atrás de un telegrama o en la esquina de un simple recibo, sus conocidos microgramas, sus microtextos ininteligibles hechos de letra microscópica y cursiva, palabras indescifrables, como construidas en una lengua neófita, compleja, una especi de esperanto walseriano.
Es una letra que luego, con los años, veremos otra vez, pero ya en el cine, cuando Spider, en la película de David Cronenberg, escribe en su libreta sus recuerdos, sus alucinaciones visuales y auditivas, frases alocadas, también hechas con lápiz, que van de un lado a otro de la hoja, sin dirección fija, y que construye en aquella habitación desolada de la casa que le hospeda después de salir del psiquiátrico.
Walser escucha a Seeling y sigue caminando. Paso lento. Despreocupado. Mirada excéntrica. Casi perdida. Vestido con su traje planchado y su corbata con el nudo imperfecto, bajo un chaleco holgado. Calcetines gordos. Bigote poblado. Miles de líneas surcando la cara. Las entradas de la frente.El sombrero de fieltro bien ajustado, el mismo sombrero que caerá justo al lado sobre la nieve el día de su muerte, un día de Navidad de mediados de los cincuenta, cuando sufrió un infarto mientras, como no, estaba paseando.
“Yo no vine aquí a escribir sino a enloquecer”, dice de pronto a Seeling sin titubeos, cerrando cualquier posibilidad de hablar de su pasado, un tono más educado que el que había empleado con su médico: “¿Por qué me molesta con toda esa palabrería? ¿Acaso no ve que no me interesa en absoluto? ¡Déjeme en paz!”.
Sin embargo, irónicamente, Walser, después de muerto, consigue justo lo contrario a lo que había deseado. Consigue brillar, latir en el firmamento de lo literario e influir decididamente en grandes escritores como Musil, Canetti, Mann, Kafka, Sebald, Coetzze…y en Fleur Jaeggy, que en su novela ‘Los hermosos años del castigo’ empieza diciendo: “A los catorce años yo era alumna de un internado de Appenzell. Lugares por los que Robert Walser había dado muchos paseos cuando estaba en el manicomio, en Herisau, no lejos de nuestro instituto”.
Publicado en La Opinión de Málaga.