Van tanteado el terreno. Ninguno de los dos quiere cagarla esta noche. Están más cerca de los 50 que de los 40 y apostaría a que acumulan años de soledad y fracasos. Se interrogan con preguntas superficiales -en que trabajas, qué te gusta hacer los fines de semana- en la que parece ser su primera cita. Han escogido un italiano elegante pero de precio moderado, situado en el centro de Barcelona. Aunque anodina, la cena avanza sin grandes sobresaltos hasta que él, camisa morado Podemos, tejanos azules, responde a uno de los comentarios de ella con un: “sí, señora”. La mujer deja caer los cubiertos con un gesto teatral e indignada pregunta: “por qué me llamas señora?”. El hombre se pone colorado. no comprende muy bien el porqué de su enfado y busca una salida airosa en las peculiaridades autóctonas. Ella es venezolana. “Es una manera de hablar que tenemos. Aquí en Cataluña se utiliza mucho”, asegura. La mujer no parece muy convencida: “creo que me lo dices porque soy mayor y gorda”. El hombre calla y ella aleja la copa de vino y llama al camarero: “por favor, una botella de agua”.
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