Un escritor –me parece– es alguien en continuo tránsito, un extranjero sin domicilio conocido. Su único compromiso son las palabras, palabras que definan al mundo y le restituyan su integridad, su amplitud.
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Más que en Rusia, con aquellas fotos daba la sensación de haber estado en el Museo Ruso de la Melancolía. Me resultaron tan dolorosas como las fotos de quienes van a Rusia, México, China o Australia, hacen las mismas cosas, posan de la misma manera y en primer plano ante monumentos muy diferentes entre sí, y al final es como si hubiesen atravesado el mundo sin que el mundo los hubiera atravesado a ellos.
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En el tren nocturno entre Moscú y San Petersburgo mi madre me contó por enésima vez aunque con nuevos datos la historia de mi tío abuelo y su mujer, reclutados en Francia por los soviéticos para luchar a su lado en la Guerra Civil después de que hubiesen conseguido salir de España in extremis, cuando a él lo fueron a buscar a su casa en Verín (Ourense) unos falangistas con intenciones de matarlo y a ella la violase el mismo grupo, de siete muchachos de entre quince y veintitantos años, al no dar con él.
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Muchas bibliotecas son en realidad como junglas frondosas, pobladas por misterios y amenazas, tupidas, abigarradas, respiran sin que nadie lo note. En ellas todo parece obedecer un orden aleatorio o, en el mejor de los casos, el capricho íntimo de sus dueños. Se necesita una mirada similar a un bisturí. Eso me recuerda el privilegio que me ha concedido Kleiman para ser espectador de una biblioteca tan misteriosa, ordenada siguiendo códigos y acuerdos desconocidos entre los diferentes volúmenes, que saltan de ensayos sobre lepidópteros a manuales de bricolaje y de ahí a uno cualquiera de los siete tomos de En busca del tiempo perdido en francés, porque Eisenstein leía al menos en cuatro idiomas.
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Gambia y Senegal son países muy calurosos, polvorientos e incómodos, donde a veces dar dos o tres pasos bajo el sol del mediodía nos recuerda las palabras de Cesare Pavese cuando aseguraba que viajar es una atrocidad. Sin embargo, allí la gente actúa un poco como aquí: hay quienes están quietos y se hunden poco a poco, y hay quienes se ponen en marcha porque los remolcadores los han abandonado.
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Los verdaderos peligros en África suelen sobrevenir cuando uno se comporta con el miedo de costumbre, sin darse cuenta de dónde está: en un lugar donde el miedo debería ser otro.
[Newcastle Ediciones]