Comer del arte
Aterrizo por primera vez en Houston, Texas. El nombre del aeropuerto, George Bush, luce su mal augurio. Salgo al aire caliente y pegajoso. El taxista jamás ha oído hablar de mi hostal. Frunce el ceño cuando le muestro la dirección. Tiene que ser realmente muy pequeño, murmura, muy pequeño. Hostal Atenas. La Antigua Grecia perdida en un rincón de las llanuras texanas. Tras algunos esfuerzos, lo encontramos. En la recepción hay una pila de toallas acaso limpias y un microondas en marcha. Huele a ventilador con polvo. Me atiende un recepcionista inverosímilmente flaco. Se llama Juan y no habla español. Me pregunta si mañana necesitaré volver al aeropuerto. Cuando le digo que sí, el recepcionista se ofrece a llevarme en su propio coche. Le pregunto cuánto me costaría eso. Al principio intenta cobrarme más que un taxi oficial. Se lo hago notar con disgusto y entonces Juan, desplegando una sonrisa irresistible, me explica que es músico. Me entrega una tarjeta de cartulina verde: dice Professional Drummer y tiene un correo electrónico de yahoo. Le pregunto qué tipo de música toca. Toda, toda, contesta Juan, africana, blues, jazz, rock, española. Whatever you like. Menciono que mis padres eran músicos. Inexplicablemente, él adivina que mi madre tocaba el violín. La música es lo más grande, dice Juan, yo llevo diecisiete años alimentando a mis hijos gracias a ella. Al final convenimos un buen precio.