Pero…Pero…Pero…

Por: Miguel Madrid

Se abrió la puerta de la biblioteca, la mansión estaba tranquila. El señor y un solo sirviente estaban despiertos, el resto dormía. El sirviente, con luz en mano, daba camino al paso. El señor miraba los libros, los abría, los miraba un rato, lloraba o reía y los cerraba. El lacayo miraba, serio cuando el dinero de la comida lloraba y sonriente (pero ausente) cuando reía.

No era la primera vez que venían a la biblioteca, mas, cuando lo hacían, siempre era de noche y los dos mismos seres. Una noche cualquiera de silencio, pues no había conversación entre ellos cuando la lectura vivía, al señor le vino la curiosidad y le preguntó a su fiel siervo de por qué no leía él también. El sirviente dijo que si lo hacía, ya no habría más luz. No hay que ser Conan Doyle para oler a quemado en esa excusa, más para la brillante mente del señor. Dineros y conocimientos, propiedades y dinero, explotaba a sus trabajadores y todo lo pagaba con dinero. El señor lo vio claro, el dinero le había dado el poder de ser admirado y pensaba él que sus libros serían mucha cosa para tan poco lacayo. El dueño de todos los libros y de tan alta mansión, olvidaba a veces lo inteligente e importante que era, pensaba él.

Volvieron más noches, ofreciendo el señor nuevamente algo de diversión intelectual. Pero la luz era más importante. Venir de día era una locura para el señor, si no era de noche, no se leía. Así que, instaló diferentes candelabros por la biblioteca. El dinero, que tan feliz le hacía, había conseguido una vez más solucionar todos los problemas. Esa misma noche, el señor volvió a insistir. Pero el tonto lacayo, que nada sabía y de nada entendía, comentó lo impensable: tenía falta de vista y si forzaba la vista, sería peor. Bien que servía el té haciendo al chorro ser una cascada sin llegar gota a tocar el suelo. Nuestro muy inteligente y adinerado señor, le amenazó con despedirle y empezó a discutir. Como todo buen hombre, debían discutir o morir en duelo.

-¡No me mintáis más! Es una infamia inventar tan mala excusa para no poder compararse a mí, que no te asuste mi montaña de oro…

-Pero, señor…
-Miré, coja este libro. Es la historia de Fausto, ¿la conocéis? ¡Es una obra de arte! No conozco alguna mejor historia habitante de esta tierra…
-Pero…
-Abrase al amor, mire, la fantástica e increíble historia de “La Celestina”, hay gente que está peor que usted. Será feliz leyendo.
-Pero… Señor, yo no sé leer.
-¿¡Cómo que no sabes leer!? ¡Así nunca serás feliz! ¡¡Nunca tendrás dinero!!

Pero señor, yo no necesito nada más. Yo tengo una felicidad incondicional.

Imagen de Pixabay

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