Mouros – Parte II

Por: JJ Conti

V

Pablo no recordaba bien que había pasado. Noto como perdía el control de su cuerpo, esta vez se mantuvo firme, consciente en la medida de lo posible. Odiaba a Carlos, eso lo sabía, pero de ahí a querer matarlo… Controlaba el torrente de pensamientos que le cruzaba por su mente pero aquella idea había logrado sortear su férrea vigilancia y su lado inconsciente que cada día era más real se estaba adueñando de aquel comentario. Buscando con la mirada algo punzante a mano mientras Pablo, el Pablo de siempre, se agarraba con fuerza, con la mano que aun contralaba, al marco de la puerta. Su pecho desprendía calor y sin dejar de mirar al desdichado que había osado tentarlo iba arrastrando su cuerpo hacia el pasillo, asiendo cualquier ángulo que le sirviera de apoyo. Carlos le miraba de forma ambigua, entre sorprendido y divertido sin saber que todos los esfuerzos que Pablo estaba haciendo eran para salvarle la vida. Consiguió recuperar el control de su cabeza y miró hacia otro lado, evitando la sorna de Carlos que estaba consiguiendo enfurecer no solo a la parte nueva y salvaje, sino también a la de siempre. Ya solo su torso seguía señalándolo, el resto del cuerpo, seguía en su afán de huida.

Al fin llegó a los aseos, sudando por el esfuerzo. Se encerró en uno de los cubículos y se agarró el brazo que aun mantenía su ímpetu asesino.  Esperó a que se calmara.

Cuando llegó a casa Marta le esperaba sentada en el salón, muy seria, con un pequeño cofre en el regazo. Pablo lo reconoció enseguida, el nuevo Pablo, que contrajo la cara con una mueca de furia, apretando la mandíbula.

—Que haces con eso. — Rugió.

— De quien son todas estas cosas. Que te está pasando. Inquirió Marta ahogando un sollozo, intentando mantenerse firme.

—Nada, eres tú que me estas agobiando. Contestó Pablo incapaz de mirar a Marta a los ojos. —Devuélveme eso, p-o-r f-a-v-o-r. Pronunció trabajosamente, marcando la pronunciación de cada letra.

Marta se levantó decidida y dejando el cofre a un lado sacó de su bolsillo la moneda y se la enseñó.

—Y esto… No le dio tiempo a nada más. Pablo le arranco de la mano la moneda con una cólera que nunca antes había visto en él y con la otra de un movimiento rápido, aprovechando el giro al agarrar la moneda,  le abofeteó tan fuerte que la lanzó contra la pared.

Esta vez, solo podía observar lo que su cuerpo estaba haciendo, todo había sido tan rápido que no pudo concentrarse para evitar perder el dominio de su cuerpo. Su nuevo yo había reconocido su tesoro, y se había descubierto ante Marta. El rostro de Pablo había cambiado. Tenía las mejillas hundidas, resaltando la dureza de sus facciones. Los ojos habían oscurecido, rayando el negro.

Marta podía ver en ese rostro, que no era el de su marido, el ansia asesina, la sed de violencia. Con un ímpetu de salvación rodó a la derecha evitando así la patada que Pablo le había lanzado y que en ese momento cerraba los ojos y echaba el cuello hacia atrás.

—M-a-r-t-a, huye de aquí. Gritó desde su confinamiento interior. Marta lo reconoció,  vio al de siempre que luchaba consigo mismo.  Lo que no sabía es que Pablo, en el interior de su mente, podía escuchar a ese otro ser que le poseía, y que solo tenía ganas de una cosa:

Acabar con esa zaina estúpida que había robado sus tesouros. Mouros, mouros, son os meus tesouros, zaina, meus, mouros mouros….

Marta se levantó y con la rotundidad de la que fue capaz, posó su mano en el pecho de Pablo y le rogó que se calmara, mientras repetía en su mente todas las razones por las que quería a ese hombre. Pablo sintió aquella oleada de amor debilitar al mouro y darle fuerzas a él. Le temblaban las manos, pero poco a poco empezó a destensarse, y cayó al suelo llorando. Se tapó el rostro avergonzado por todo lo que había ocurrido.

—Que me pasa Marta, que me pasa. Marta se agachó junto a él y lo acurrucó en ella.

—Acuéstate y descansa, mañana será un día largo. Nos vamos de viaje.

VI

Las velas iluminaban tenuemente toda la habitación, con una luz trémula que temblaba por efecto de las llamas. Esa luminosidad vibrante le confería un halo de misterio al rostro de la virgen de las Nieves que había frente a la mesa. Marta se sitúo junto a ella, tal vez buscando protección. Nunca había sido religiosa pero su mundo había cambiado radicalmente en los últimos días.

Pablo se agachó para poner de pie las velas que le quedaban por prender junto al altar y observó que en el suelo aparecía el mismo símbolo que tenía aquella moneda. Su moneda, que apretaba hasta casi hacer  sangrar su mano. Apartó las velas y miró a Marta. Ésta le alargó el papel que Bertram le había dado.

—Seguro que ese es el sitio. Le dijo. Pablo desdobló el papel y se sentó con las piernas cruzadas en el suelo frente al petroglifo. Situó una vela en el centro y la encendió. Marta se acercó al altar y cogió el cuenco.

—Toma pon la moneda en el centro dentro del cuenco. Pablo cogió el cuenco y lo situó junto a la vela. La moneda seguía en su mano. Su mirada iba de Marta al papel sin parar. Sentía miedo como un niño pequeño al que le hubieras pedido que confiara en ti pero al que no habías convencido del todo. Con una voz casi imperceptible comenzó a leer los primeros versos, tartamudeando y dudando en su dicción.

A cada nuevo verso Pablo fue aumentando el volumen y ganando confianza en su pronunciación. Marta sentía una corriente de aire que provenía del centro de la estancia que fue en aumento. Las velas habían dejado de titilar y mantenían su llama fija, como si hubiera pulsado el pause en la imagen.

Pablo, ajeno a todo ello, seguía leyendo, cada vez con más rotundidad. Repetía una y otra vez lo que Bertram le había escrito, de su tono suplicante del principio había pasado a un tono acuciante y amenazante. Autoritario. Se levantó y siguió recitando con el puño cerrado. La corriente de aire dio paso a un viento que succionaba todo en dos metros de radio.

Marta dio dos pasos hacia atrás, pegándose a la pared y guareciéndose al cobijo de la imagen religiosa.  Ahora se daba cuenta que la mirada de aquella figura estaba fija en el centro del símbolo. El sonido del aire se tornó ensordecedor y Pablo gritaba esa improvisada oración ya sin necesidad de leer.

El punto del central del petroglifo se oscureció, comenzó a aparecer una abertura que se fue agrandando, y tragando todo lo que estuviera sobre él hasta alcanzar el diámetro del círculo exterior.

Pablo miraba el agujero aterrorizado. Sacó de su mochila el cofre y lo apretó contra su pecho. Desde donde estaba Marta podía ver su profundidad y vislumbró una silueta extremadamente delgada que ascendía a gran velocidad. Aquel túmulo succionaba su ropa y su cabello.  Se agarró con fuerza al altar.

—Tíralo todo—  Le grito a Pablo, que se aferró aún con más tenacidad a su cofre y su moneda.

Marta siguió mirando aterrorizada como trepaban las siluetas, con la cabeza lisa y sin apéndices, tan solo eran una especie de agujeros en su cara indicaban donde deberían estar. Sus ojos, inmensos y marrones, con unas pupilas que ocupaban toda la cuenca. Pablo susurraba:

mouros, mouros, mouros…

—Pablo tíralo por favor— Gritaba Marta intentando superar el estruendo del torbellino. Los mouros continuaban su ascenso sin pausa y pudo verlos adoptar una mueca que extrañamente recordaba a una cruel sonrisa, que sin labios, se dibujaba en aquella especie de boca. Pablo permanecía inmóvil, aferrado a sus tesoros, con los ojos fijos en el vórtice. Estaba perdiendo y ellos lo sabían.

Marta en ese momento recordó como conoció a Pablo. Cerró los ojos y  visualizó el primer beso que se dieron, la primera vez que hicieron el amor, las palabras cariñosas, los sueños comunes, sus planes de futuro. El porqué de todos estos años juntos. Abrió los ojos con decisión.

— Piensa en Alba — Pablo la miró. — ¡Te amo! ¡Te amo mucho! Aun nos queda mucha vida por delante, nos queda crear a Alba, nuestro tesoro…– Pablo notó como el frio que sentía se iba, las palabras de Marta le infundieron calor.

Alba…

Se sucedieron una serie de imágenes de aquella ensoñación que juntos habían forjado: la que sería su hija. Aquellas conversaciones interminables sobre la forma en la que la vestirían, la forma de hablar que tendría, sus gustos… Nada era comparable al deseo de engendrar aquel ángel.

Ni siquiera aquellos tesouros

Por primera vez abrió su mano y miró la moneda. Los mouros aceleraron su subida. Desdibujaron aquella siniestra sonrisa y su rostro se mudó furioso en su ascenso. Pablo lanzó los tesouros:

El pago de los intereses. Y la moneda. Su préstamo.

En ese momento desde el interior del pozo pudieron escuchar un rugido de desesperación y rabia. Entonces el viento cesó bruscamente apagando todas las velas a la vez. Se hizo el silencio.

Marta se soltó del altar y palpando se acercó a donde estaba Pablo. Cuando llegó a él, lo tocó en la oscuridad y lo abrazó con fuerza. Pablo fue el primero en hablar sin soltarla:

—Cariño, ¿sigues teniendo la linterna? Creo que he tirado el mechero al pozo… Marta emitió una sonora carcajada liberando la tensión acumulada. Encendió la linterna y miró a Pablo a los ojos, se hundió en los ojos del hombre que años atrás la enamoró, aun seguía teniendo en su mano el papel arrugado que Bertram le había dado. Acomodó la cabeza en su pecho y comenzó a respirar tranquila,  sabía que todo había pasado. Tiró el mensaje al suelo y recordó las palabras que contenía:

Dale razones para que te elija.

Historia V Fahrenheit 451 Por JJ Conti

2553 D.C.

Ahora que te observo
Por última vez
Se que seré feliz, no pensaré.
Tu silencio absorbido
Por el murmullo eléctrico del ordenador.
Televisor mural 30 canales simultáneos
(no necesito imaginar) múltiples cerebros paralelos,
(las imágenes lo harán).
Destruiré mi vieja impresora, compraré CD poesía
Y te echaré de menos. ¡Devastaré mi cabeza! ¡La vaciaré!
La última hoja de papel será olvidada.
–Vendida al caballero nº8 por 451…
Fahrenheit, la temperatura a la que los sueños
Se inflaman y arden.

Imagen de Pixabay

Imagen de Pixabay

V

Pablo no recordaba bien que había pasado. Noto como perdía el control de su cuerpo, esta vez se mantuvo firme, consciente en la medida de lo posible. Odiaba a Carlos, eso lo sabía, pero de ahí a querer matarlo… Controlaba el torrente de pensamientos que le cruzaba por su mente pero aquella idea había logrado sortear su férrea vigilancia y su lado inconsciente que cada día era más real se estaba adueñando de aquel comentario. Buscando con la mirada algo punzante a mano mientras Pablo, el Pablo de siempre, se agarraba con fuerza, con la mano que aun contralaba, al marco de la puerta. Su pecho desprendía calor y sin dejar de mirar al desdichado que había osado tentarlo iba arrastrando su cuerpo hacia el pasillo, asiendo cualquier ángulo que le sirviera de apoyo. Carlos le miraba de forma ambigua, entre sorprendido y divertido sin saber que todos los esfuerzos que Pablo estaba haciendo eran para salvarle la vida. Consiguió recuperar el control de su cabeza y miró hacia otro lado, evitando la sorna de Carlos que estaba consiguiendo enfurecer no solo a la parte nueva y salvaje, sino también a la de siempre. Ya solo su torso seguía señalándolo, el resto del cuerpo, seguía en su afán de huida.

Al fin llegó a los aseos, sudando por el esfuerzo. Se encerró en uno de los cubículos y se agarró el brazo que aun mantenía su ímpetu asesino.  Esperó a que se calmara.

 

Cuando llegó a casa Marta le esperaba sentada en el salón, muy seria, con un pequeño cofre en el regazo. Pablo lo reconoció enseguida, el nuevo Pablo, que contrajo la cara con una mueca de furia, apretando la mandíbula.

—Que haces con eso. — Rugió.

— De quien son todas estas cosas. Que te está pasando. Inquirió Marta ahogando un sollozo, intentando mantenerse firme.

—Nada, eres tú que me estas agobiando. Contestó Pablo incapaz de mirar a Marta a los ojos. —Devuélveme eso, p-o-r f-a-v-o-r. Pronunció trabajosamente, marcando la pronunciación de cada letra.

Marta se levantó decidida y dejando el cofre a un lado sacó de su bolsillo la moneda y se la enseñó.

—Y esto… No le dio tiempo a nada más. Pablo le arranco de la mano la moneda con una cólera que nunca antes había visto en él y con la otra de un movimiento rápido, aprovechando el giro al agarrar la moneda,  le abofeteó tan fuerte que la lanzó contra la pared.

Esta vez, solo podía observar lo que su cuerpo estaba haciendo, todo había sido tan rápido que no pudo concentrarse para evitar perder el dominio de su cuerpo. Su nuevo yo había reconocido su tesoro, y se había descubierto ante Marta. El rostro de Pablo había cambiado. Tenía las mejillas hundidas, resaltando la dureza de sus facciones. Los ojos habían oscurecido, rayando el negro.

Marta podía ver en ese rostro, que no era el de su marido, el ansia asesina, la sed de violencia. Con un ímpetu de salvación rodó a la derecha evitando así la patada que Pablo le había lanzado y que en ese momento cerraba los ojos y echaba el cuello hacia atrás.

—M-a-r-t-a, huye de aquí. Gritó desde su confinamiento interior. Marta lo reconoció,  vio al de siempre que luchaba consigo mismo.  Lo que no sabía es que Pablo, en el interior de su mente, podía escuchar a ese otro ser que le poseía, y que solo tenía ganas de una cosa:

Acabar con esa zaina estúpida que había robado sus tesouros. Mouros, mouros, son os meus tesouros, zaina, meus, mouros mouros….

Marta se levantó y con la rotundidad de la que fue capaz, posó su mano en el pecho de Pablo y le rogó que se calmara, mientras repetía en su mente todas las razones por las que quería a ese hombre. Pablo sintió aquella oleada de amor debilitar al mouro y darle fuerzas a él. Le temblaban las manos, pero poco a poco empezó a destensarse, y cayó al suelo llorando. Se tapó el rostro avergonzado por todo lo que había ocurrido.

—Que me pasa Marta, que me pasa. Marta se agachó junto a él y lo acurrucó en ella.

—Acuéstate y descansa, mañana será un día largo. Nos vamos de viaje.

VI

Las velas iluminaban tenuemente toda la habitación, con una luz trémula que temblaba por efecto de las llamas. Esa luminosidad vibrante le confería un halo de misterio al rostro de la virgen de las Nieves que había frente a la mesa. Marta se sitúo junto a ella, tal vez buscando protección. Nunca había sido religiosa pero su mundo había cambiado radicalmente en los últimos días.

Pablo se agachó para poner de pie las velas que le quedaban por prender junto al altar y observó que en el suelo aparecía el mismo símbolo que tenía aquella moneda. Su moneda, que apretaba hasta casi hacer  sangrar su mano. Apartó las velas y miró a Marta. Ésta le alargó el papel que Bertram le había dado.

—Seguro que ese es el sitio. Le dijo. Pablo desdobló el papel y se sentó con las piernas cruzadas en el suelo frente al petroglifo. Situó una vela en el centro y la encendió. Marta se acercó al altar y cogió el cuenco.

—Toma pon la moneda en el centro dentro del cuenco. Pablo cogió el cuenco y lo situó junto a la vela. La moneda seguía en su mano. Su mirada iba de Marta al papel sin parar. Sentía miedo como un niño pequeño al que le hubieras pedido que confiara en ti pero al que no habías convencido del todo. Con una voz casi imperceptible comenzó a leer los primeros versos, tartamudeando y dudando en su dicción.

A cada nuevo verso Pablo fue aumentando el volumen y ganando confianza en su pronunciación. Marta sentía una corriente de aire que provenía del centro de la estancia que fue en aumento. Las velas habían dejado de titilar y mantenían su llama fija, como si hubiera pulsado el pause en la imagen.

Pablo, ajeno a todo ello, seguía leyendo, cada vez con más rotundidad. Repetía una y otra vez lo que Bertram le había escrito, de su tono suplicante del principio había pasado a un tono acuciante y amenazante. Autoritario. Se levantó y siguió recitando con el puño cerrado. La corriente de aire dio paso a un viento que succionaba todo en dos metros de radio.

Marta dio dos pasos hacia atrás, pegándose a la pared y guareciéndose al cobijo de la imagen religiosa.  Ahora se daba cuenta que la mirada de aquella figura estaba fija en el centro del símbolo. El sonido del aire se tornó ensordecedor y Pablo gritaba esa improvisada oración ya sin necesidad de leer.

El punto del central del petroglifo se oscureció, comenzó a aparecer una abertura que se fue agrandando, y tragando todo lo que estuviera sobre él hasta alcanzar el diámetro del círculo exterior.

Pablo miraba el agujero aterrorizado. Sacó de su mochila el cofre y lo apretó contra su pecho. Desde donde estaba Marta podía ver su profundidad y vislumbró una silueta extremadamente delgada que ascendía a gran velocidad. Aquel túmulo succionaba su ropa y su cabello.  Se agarró con fuerza al altar.

—Tíralo todo—  Le grito a Pablo, que se aferró aún con más tenacidad a su cofre y su moneda.

Marta siguió mirando aterrorizada como trepaban las siluetas, con la cabeza lisa y sin apéndices, tan solo eran una especie de agujeros en su cara indicaban donde deberían estar. Sus ojos, inmensos y marrones, con unas pupilas que ocupaban toda la cuenca. Pablo susurraba:

mouros, mouros, mouros…

—Pablo tíralo por favor— Gritaba Marta intentando superar el estruendo del torbellino. Los mouros continuaban su ascenso sin pausa y pudo verlos adoptar una mueca que extrañamente recordaba a una cruel sonrisa, que sin labios, se dibujaba en aquella especie de boca. Pablo permanecía inmóvil, aferrado a sus tesoros, con los ojos fijos en el vórtice. Estaba perdiendo y ellos lo sabían.

Marta en ese momento recordó como conoció a Pablo. Cerró los ojos y  visualizó el primer beso que se dieron, la primera vez que hicieron el amor, las palabras cariñosas, los sueños comunes, sus planes de futuro. El porqué de todos estos años juntos. Abrió los ojos con decisión.

— Piensa en Alba — Pablo la miró. — ¡Te amo! ¡Te amo mucho! Aun nos queda mucha vida por delante, nos queda crear a Alba, nuestro tesoro…– Pablo notó como el frio que sentía se iba, las palabras de Marta le infundieron calor.

Alba…

Se sucedieron una serie de imágenes de aquella ensoñación que juntos habían forjado: la que sería su hija. Aquellas conversaciones interminables sobre la forma en la que la vestirían, la forma de hablar que tendría, sus gustos… Nada era comparable al deseo de engendrar aquel ángel.

Ni siquiera aquellos tesouros

Por primera vez abrió su mano y miró la moneda. Los mouros aceleraron su subida. Desdibujaron aquella siniestra sonrisa y su rostro se mudó furioso en su ascenso. Pablo lanzó los tesouros:

El pago de los intereses. Y la moneda. Su préstamo.

En ese momento desde el interior del pozo pudieron escuchar un rugido de desesperación y rabia. Entonces el viento cesó bruscamente apagando todas las velas a la vez. Se hizo el silencio.

Marta se soltó del altar y palpando se acercó a donde estaba Pablo. Cuando llegó a él, lo tocó en la oscuridad y lo abrazó con fuerza. Pablo fue el primero en hablar sin soltarla:

—Cariño, ¿sigues teniendo la linterna? Creo que he tirado el mechero al pozo… Marta emitió una sonora carcajada liberando la tensión acumulada. Encendió la linterna y miró a Pablo a los ojos, se hundió en los ojos del hombre que años atrás la enamoró, aun seguía teniendo en su mano el papel arrugado que Bertram le había dado. Acomodó la cabeza en su pecho y comenzó a respirar tranquila,  sabía que todo había pasado. Tiró el mensaje al suelo y recordó las palabras que contenía:

Dale razones para que te elija.

 

 

Historia V Fahrenheit 451 Por JJ Conti

2553 D.C.

Ahora que te observo
Por última vez
Se que seré feliz, no pensaré.
Tu silencio absorbido
Por el murmullo eléctrico del ordenador.
Televisor mural 30 canales simultáneos
(no necesito imaginar) múltiples cerebros paralelos,
(las imágenes lo harán).
Destruiré mi vieja impresora, compraré CD poesía
Y te echaré de menos. ¡Devastaré mi cabeza! ¡La vaciaré!
La última hoja de papel será olvidada.
–Vendida al caballero nº8 por 451…
Fahrenheit, la temperatura a la que los sueños
Se inflaman y arden.

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