En Praga había aprendido que los sueños no alivian de un pasado que retorna con creces o de lo contrario, que condenan a seguir caminando al frente sin atreverse a echar la vista atrás. Sueños que deben perdurar impasibles. Ensueños deseosos del roce de una piel de ébano, en contrapartida de tantas noches de insomnio que son sorprendidas al alba por actos sin moral ni escrúpulos. Noches en las cuales una sensación de vértigo acorralará mi cuerpo, dejando atrás silencios atemporales por el desdén de huir de este lugar. Las habitaciones rojizas del Diamante rojo se difuminan entre cortos lamentos y suspiros marcados por la sensación de ahogo, de una incomprensible apnea emocional que solo es solventada con éxito si de repente olvido su rostro y, aun así, no lograré encontrar una respuesta. Es en ese instante cuando inicias la huida. Cuando aceptas que si te vas es para siempre; para sobrevivir al poder que ejercen sus ojos. No voy a echarla de menos, porque de siempre he sabido que no fui nadie para ella. La diosa de ébano interpretó y aceptó, a la perfección, ser el personaje secundario. Personaje que logró construirlo con todos sus matices, sus cualidades tanto buenas como malas, a pesar de que estas últimas predominaban casi sin esforzase en demasía. Un personaje que le dominó de tal manera obligándola a armarlo con tal intensidad, que a veces pienso, que llegó a quererlo más que a mí. Personaje que se asentaba cada vez más, por completo, alimentándose de mentiras, odio e infidelidades, tantas como cupieran en nuestra habitación y fuesen bien remuneradas. Hasta que logré romper los hilos invisibles con los que manejaba las sombras chinescas en que se había convertido mi persona. Con el paso del tiempo aprendí, que el mismo te sana las heridas superficiales, junto a algún ligero rasguño, excepto las profundas, ya que esas están ancladas de manera tal, que dormitan temerosas en un rincón del olvido. Aprendí que odiarte no era la mejor y honrosa manera de vencer, pero tampoco lo era quererte. Aprendí que escribiendo lograba alejar mis fantasmas provocados por tus ausencias y silencios. Que escuchar, es una buena terapia con la que puedo evitar romper las cartas que cada noche escribo, a sabiendas de que nunca serán enviadas. Aprendí que puedo sobrevivir sin ti y eso es lo que más temías; que descubriera que eras indispensable y que llegaría el día en que el tiempo me daría la razón; aunque tu recuerdo se haya acoplado al aroma del humo de los Chester que se cuelen sin permiso, en cada poro de mi piel, mezclándose con el almizcle que deja el poso del vodka que sujeto en mi mano, vaso marcado del mismo color de su carmín, y mis lagrimas. Desnudos, tumbados sobre aquella lujosa y cómoda cama, Judith, acariciándose el tatuaje de un dragón que lucía sobre su vientre cuya cola se perdía entre sus muslos, me dijo:
—Ella te quiere ¿sabes? — dijo acariciando la palma de mi mano derecha. Pero, ¿quién era ella para saber eso? No nos conocía a ninguno de los dos.
—Ella te quiere, hazme caso —repitió con la misma asertividad y seguridad de la vez primera. Y dando la última calada al cigarrillo, estrellé el vaso contra la pared, para acto seguido vestirme.
Le dejé sobre la mesita de noche lo acordado. Doscientos euros y salí cabizbajo de aquella habitación, tan distinta a las otras, del hotel situado en la céntrica avenida Svatovitska, desde cuyo interior se escuchaba el discurrir de la marea humana al anochecer, y a lo lejos se divisaban los puentes sobre el Moldava. Y sé que en alguno de aquellos puentes, habrá un momento en que la encontraría. Encontraría a la otra Miriam, tan distinta a la diosa de ébano, y suplicarle otra oportunidad.