Me crié con whisky

  1. Zetas hablando bajo un cartel de neón

Una vez tardé todo un verano en escribir una frase. Cuando acabé era ya invierno. La gente iba muy abrigada cruzando los puntos y aparte. Nevaba con fuerza sobre las comas. Granizaba sobre un campo de diéresis y cedillas. Un grupo de zetas se refugiaba bajo un cartel de neón. Hablaban de lo bien que se vivía al final del alfabeto. Recuerdo también como la tilde de una a se desnudaba enfrente de casa ante un espejo. Se quitaba con sensualidad las esdrújulas de las muñecas y el cuello. Se desabrochaba un diptongo de color gris y luego desaparecía en el cielo de la boca oscura y sedienta del interior de la casa.
Como ya no era tiempo de poner a secar las palabras de mi frase en la azotea tuve que colgarlas cerca de la estufa, junto a unos calcetines agujereados y unos pantis de tercera generación. Abrí una botella de vodka y esperé, mientras observaba como un torbellino arrastraba en la calle novelas de Dostoievski y Nabokov, las elevaba y las hacía chocar en el aire. Del impacto se desataban continuas descargas eléctricas que crujían como un par de rodillas al pasar los 35. Suave es la noche, me decía para tranquilizarme, justo en el momento en que mi padre entró riendo a carcajadas con un libro en la mano. Era Jakob von Gunten. Las orejas puntiagudas se le juntaban y se le movían como a un murciélago. Con él me sentía un cero a la izquierda. Un cero bien redondo.

2. Tokio en mi frente desde el aire

Pero a mí, en verdad, lo que entonces solo me importaba era que se secara la frase. Las cuatro palabras que había escrito en todo el verano. De vez en cuando las tocaba un poco. Estaban aún humedecidas. Mientras acababan de secarse me levanté, hice pis, recogí tres signos de admiración del suelo de la cocina y sin querer tropecé con un punto y aparte que me había dejado tirado en el baño. Al levantarme vi por primera vez en el espejo todas esas líneas que cruzaban mi frente. Parecían la red de carreteras de Tokio cuando la observas desde el aire. O las emes de las palmas de las manos si alguien se pusiera de pronto a extenderlas y a espolvorearlas sobre una tarta de café el día de tu cumpleaños. Entonces escribí en la pared con el dedo: la vida es corta; el día es largo. Entre paréntesis puse Goethe para evitar reclamaciones por plagio.

3. Un par de Virginias Wolf

En mi familia siempre hemos necesitado un verano loco o un par de generaciones para sacar una frase a flote. Escribimos una palabra en 1926 y ya luego la continuamos en 1978 o en 2013. Por el camino se pierden cuatro o cinco Hemingway o un par de Virginias Wolf. Pero en eso no se piensa o se piensa ya luego más tarde, con los años, cuando un buen día sientes que la frase se acaba, que llega de pronto a su fin. Cada frase es un viaje y empieza antes de que la primera letra asome la cabeza por la ventana del tren, saque la mano y diga adiós. Se inicia antes de que la veamos acomodarse en su asiento, enjugarse sus lágrimas y ver cómo a las cinco y cuarenta y ocho su tren sale de la estación. Nadie sabe que en el bolso guarda una pistola. Con ella apuntó a una o bien gorda esa misma mañana. Una o panzuda que le limitaba su espacio. Ella era una ele fina, de gimnasio, que necesitaba respirar. Conocer a otras vocales. Ahora, mientras el tren recorre los primeros kilómetros, escucha a dos letras viejas que discuten. Una de ellas, x, se vuelve y le dice: “Joven, apuesto a que usted ha cometido errores en la vida. Estoy segura. Me lo dice la expresión de su cara. Pero usted no va a hablar de ello. Adelante, pues, no hable. Deje que hablemos nosotros. Pero envejecerá. Entonces ya tendrá algo de qué hablar. Espere a tener mi edad”.

4. Un circunflejo en la almohada

Al tío Juanico había que llevarle la comida todos los días. Tres veces. Sólo salía de su habitación para vender por las calles el pescado del día. Un pescado pequeño como un punto y coma. Era soltero. Tenía un bigote cortado a lo George Orwell. Llevaba una caña fina para apoyarse. Antes que yo supiera qué era escribir, como si acaso uno llegara nunca a saber qué diablo es eso, el tío Juanico escribía recostado en la cama. Lo hacía sin esfuerzo. Una tarde vi como se le caía un circunflejo en la almohada. Rodó folio abajo y luego se perdió por las sábanas. En los pies de la cama le esperaban un corchete y tres puntos suspensivos. Huyeron por la ventana. Que es por donde huyen siempre los circunflejos franceses que se caen de pronto, en tu niñez, en la almohada.

5. Doble v o v doble

El primer whisky que probé fue el Doble v. Era 1984. Mi padre se sentaba a leer en una esquina del salón y se colocaba el vaso junto a las botas Martens. Bebía whisky con coca cola. Aprendí a reptar por la alfombra. Aprendí a coger en silencio el vaso y a darle unos sorbos minúsculos, universales. Los saboreaba, los aguantaba unos segundos antes de dejarlo caer garganta abajo. Él ni se daba cuenta. Apenas levantó nunca la cabeza de un libro.

Me crié con whisky. Esa fue la frase que tardé una vez todo un verano en escribir. Bajo una tormenta dispersa y fragmentaria. Bajo relámpagos de guiones y asteriscos. Me crié con whisky. Doble v o v doble, de Watusi (punto y final)

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